Eran casi, casi, la seis menos diez de la tarde, la hora en que el Transmetro va más socado que el hoyo de una virgen. Yo, parada enfrente de la oficina de correos, me rendí y olvidé la idea de irme sentada en un bus. Así que sin pensarlo, prendí mi cigarro y me puse a caminar. Llegué a la dieciocho calle que por cierto, parecía la cuarta avenida a las doce de la noche; prendí otro cigarro y seguí caminando. Pude apreciar a las personas terminando de cerrar su ventas, algunos emetras pizados con sus trajes “chingalavista” pretendiendo arreglar el tráfico: “imbéciles”, uno que otro indigente enchamarrándose con cartones o algún poncho que encontraron por ahí. Una señora muy delgada amamantando a su bebé. Me acordé que tenía un jugo en la mochila y se lo di. Seguí caminando y el idiota que me pasó al lado no dudó ni un segundo en tirarme el piropo más shumo haciendo alusión a mi culo: “cerote”. Continué por la banqueta y observé a dos niñas corriendo y riendo mientras su madre se echaba al hombro el último costal de tomates que guardó. Tampoco podía faltar el coche tirando basura en la banqueta mientras escupe al pavimento y… ¡Cómo olvidarlo!, también había una patrulla de la PNC. Los policías se paseaban alrededor de la patrulla como si así lograran controlar el área. La verdad, era todo un paisaje guatemalteco citadino.
Respiré profundo como si ya no hubiera remedio alguno y seguí caminando. Era el último cigarro de la cajetilla, lo encendí y no sé cómo, se me cayó al suelo. Me agaché a recogerlo cuando la vi, una indígena, mejor dicho, sus pies a unos centímetros del piso. No, no era nada raro lastimosamente, era su marido levantándola del güipil con la mano derecha mientras la amenazaba con el puño izquierdo. Se me volvió a caer el cigarro de la boca y las cenizas me quemaron la mano. No me importó. Seguía asustada por la imagen que estaba frente a mí. “!Soltáme!, ¡soltáme!”. “Sho, ¡Hija de puta!”. Le sampó el puñetazo en la pansa… mi cigarro se consumía en el suelo. Me paré y voltee a ver buscando la misma preocupación en las caras de los demás y… no la encontré. Un policía codeó al otro mientras observaban la situación pero solo intercambiaron unas palabras y se subieron el pickup. “!Hija de puta!” y otro vergaso. La soltó y la agarro del brazo y empezaron a caminar. Cada vez se alejaban de mí.
Me dolía cada centímetro del cuerpo, me dolían sus gritos, sus lagrimas, me dolía ser mujer. Yo, sin poder hacer nada, agarré la chenca que quedaba, me crucé la calle y pretendí no haber visto nada. No podía, la tenía en mi cabeza, la imagen, la indígena. Cuántas veces al día no sucede esto en las calles de nuestro país y nosotros no hacemos nada. Espero que estas palabras puedan hacer algo, al fin, por ella, por nosotras. No más violencia a la mujer.
Invitada: Yuliana Ramazzini.
Conoce más de sus escritos: https://luzbohemia.wordpress.com