Una noche… ¿rompe rutinas?

El reloj dio las 5:00 PM. La jornada laboral diaria terminó. Se levantó, sonámbulo, mudo y con escasas fuerzas en las piernas. Estaba agotado. Se restregó los ojos, tomó su saco, se reajustó la corbata y emprendió el viaje hacia la calle donde esperaría un taxi para dirigirse hacia los trenes subterráneos que lo llevarían hacia su casa.

Tras hacer señas con su maletín en mano, se detuvo un taxi. El conductor era gordo, viejo y maloliente. Pero no lo detuvo a intentar esperar otro, simplemente entró y se sentó. El gordo conductor le dirigió una mirada en el retrovisor y le dijo: ¿Hacia a dónde? A lo que él respondió: La calle 23, justo en la esquina donde comienzan las gradas del subterráneo. Con gusto, replicó el taxista.

El tiempo transcurrió conforme se acercaban cada vez más a la ubicación. Tras entender que no intercambiaran ni una sola palabra, el conductor subió volumen a su música tropical. Arribaron. Le dio un billete de a 10. Le regalo el cambio para calmar un poco su conciencia por no haber intercambiado palabras, que el conductor tan desesperadamente deseaba, pues estar todo el día dentro de un carro es como estar encapsulado sin opción a compartir.

Caminó y comenzó a descender por las escaleras. Tras varios minutos y depositar unas cuantas monedas en el sombrero del vagabundo de siempre, llego a parecerse frente al lugar donde abren las puertas del tranvía. Sin desearlo, sus ojos se cerraron y se desconectó por un momento. El tren llegó y en lo que abría sus ojos, la multitud, al estilo lata de sardina, tapó por completo las puertas y llenó el interior. Al terminar de abrir los ojos, ni pensó en intentar entrar. El enojo le subió por la espalda como una gota de sudor a la inversa y retrocedió a colocarse en una banca para esperar. Era una hora, aproximadamente, lo que tardaba en volver a llegar el siguiente tren.

En su espera, una joven, elegante y muy viva en comparación a él, se sentó a su lado y sacó su espejo. Tras colocarse pintalabios, la mirada de él le peso demasiado que decidió voltear para persuadirla. Al hacerlo, no vio nada, es decir, él estaba vacío. Involuntariamente, sus pulmones empujaron un poco de aire, que al pasar por sus cuerdas vocales, soltó un pequeño ¡Ay!. Lo despertó, de hecho, le dio color. Ella, avergonzada, se disculpó. Él, incapaz de contener la emoción, la invitó a tomar un café del pequeño quiosco break en la parte de atrás con la escusa de pasar el tiempo en lo que el tranvía aparecía. Acepto.

Llegan. Él toma un asiento y la invita a sentarse. Ella lo hace. La mesera interrumpe la conversación y comienza a recitar las palabras que tan repetidamente expulsa; ya lo hace de manera inconsciente. Apunta y se retira. Eran dos tazas de café negro, sin azúcar. Ambos estaban exhaustos. La hora de espera no se sintió y el tren paso. El lugar comenzó a vaciarse y «Break» ya estaba a punto de cerrar. Decidieron seguir la conversación en el bar a la par de las escaleras de la calle 23. Llegan y se sientan en la barra. Dos whiskies bien cargados serían el combustible para los dos cuerpos conectados en una sola idea… compartir hasta el amanecer. Tras una amena charla y otros tragos, salen camino a un hotel. El día siguiente era indiferente, pues rompieron con su rutina. Entran a la habitación 11. Se desvisten lentamente. En el momento que tocan la cama envueltos en su amorío, se duermen. Tras un sueño pesado, él comenzó a sentir un picoteo en su hombro, era el guardia de seguridad del subterráneo avisando que ya solo él quedaba. Espero el siguiente tren, subió y se fue a casa.

Luis Ramírez.

Imagen extraída de:http://fondos.wallpaperstock.net/estaci%C3%B3n-de-trenes-wallpapers_w17515.html

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