Debido a la sobreoferta de opinión en Guatemala, las ideas más o menos interesantes se diluyen en un abundante caldo de escritura instrumentalizada y comprometida. La inhumanidad existente en las condiciones sociales, económicas y políticas del país totalizan los espacios psíquicos que se han caracterizado por tener independencia ontológica, como las valoraciones estéticas o la opinión crítica, a tal punto que es imposible apreciar la belleza del espectacular espectro cromático que nos regalan los atardeceres de estas fechas sin poder ignorar al niño que me limpia el parabrisas rogando por una moneda. Lo sé bien y creo entenderlo. Es muy difícil dejar que la mente divague en vericuetos metafísicos cuando se tiene que calcular diariamente el efecto marginal de gastar dos quetzales más en el desayuno sin así sacrificar la capacidad presupuestaria de atender las obligaciones que se presentan a fin de mes; nada más totalitario que la pobreza.
Esta realidad otorga un marco analítico de los fenómenos sociales, como dicen, por default. Los mitos que inundan nuestra cotidianidad se aprecian y se deconstruyen desde esta cartografía institucional, política y económica; siendo éstas, no coincidentemente, las dimensiones que más o menos agotan las explicaciones válidas de la pobreza. El trabajo teórico y, por qué no decirlo, el de opinión exuda este inalienable comprometido. La formación académica de este servidor provocará que, ineludiblemente, sea atractivo elaborar explicaciones desde esta topografía epistemológica, y no me quiero aburrir antes de tiempo. Está claro que la deliberada aversión a economizar en el uso del lenguaje no es vista con mucha seriedad; “hay que ir al grano” como dicen.
Pues es este el acercamiento más guatemalteco a las explicaciones del tráfico. Que los entes estatales no regulan bien el tráfico, que los políticos se roban el dinero destinado a ampliar la infraestructura y del establecimiento de un transporte público eficiente, que las personas no pueden pagar un metro de Q16, que no existe voluntad política y demás. Sin embargo, existen otras estructuras subyacentes en una congestión vehicular dignas de ser, digamos, expuestas.
Las principales congestiones vehiculares las impone el movimiento del sol; amaneceres que marcan el inicio de la jornada laboral y las caídas del sol que dictan el final de la misma. Estas aglomeraciones responden al edicto absoluto de nuestra mortalidad; que los padres y madres de familia tienen que trabajar para llevar un sustento al hogar y proporcionar a sus crías una vida mejor a su propia experiencia. A pesar de que todos compartimos el mismo horizonte temporal de la vida, la muerte, parece que nunca se ven colas en las funerarias. Entonces, ¿Por qué son minutos los que delimitan una brecha entre llegar a tiempo y llegar tres horas después? Como digna metáfora de Borges, son estos espacios infinitesimales de tiempo los que son capaces de contener estas cosmovisiones tan invasivas, tan corrosivas, tan dictatoriales que, finalmente, se manifiestan en una fila casi infinita en la Roosevelt o en Carretera a El Salvador, escoja usted su arma. Pero no solo hay tráfico por la jornada laboral. Partidos de la Champions, jornadas proféticas de evangélicos, conciertos y asuetos generales son otros signos de este esquema de significación holístico del cual ya es imposible escapar, tan opresor como el tráfico mismo.
Tomando en cuenta esto y la falta de diversidad analítica (esto no remueve la profundidad de pensamiento de muchos personajes de la escena intelectual del país, de los cuales se puede obtener información veraz del panorama político y social actual) es sensato tratar de ver lo invisible en el tráfico cotidiano y disentir de la normalidad. Tratar de responsabilizar menos a lo infraestructural y girar el discurso hacia la falta de creatividad exhibida en nuestras monótonas formas de pasar el tiempo, que son finalmente lo que producen estas atrancazones.
Invitado José Luis Moreira