El gato

Cuando lo compramos se veía inofensivo. Cola larga, patas peludas y ojos verdes,como los tuyos. Representaba a nuestro hogar, la unión que habíamos logrado y al hijo que nunca pudimos tener. Le nombramos «gato», porque ni a ti ni a mi se nos daba eso de los nombres y entonces resultó adecuado llamarlo por lo que era, un gato. Gato se paseaba por las alfombras con sus uñitas afiladas, rasgaba los sillones, las cortinas, tus trajes y mis zapatos. Hasta cuando lo regañábamos incluíamos cariño. Por las noches, cuando no llegabas temprano, se paraba enfrente de la puerta meneando la colita, así, todo tiernecito. Cuando llegabas ronroneaba, gato promiscuo, siempre coqueteando.
Bastaron unos meses para que Gato se posicionara como el dueño de la casa, aquel que controlaba todo: el orden, las alfombras y las lanas. Todo iba bien, Gato nos representaba; total no era un gato, era un sentimiento.
Un día, mientras Gato te esperaba en la puerta recibí la llamada y del susto hasta olvidé avisarle que no regresarías, que te habías marchado.  Tres días estuve afuera y Gato, muy fiel, se quedó esperándonos en la puerta. Cuando entré empezó a maullar, preguntaba por ti, ya no ronroneaba. Como por arte de magia él sabía que la casa sufriría tu ausencia el resto de su vida, porque así es la vida, mortífera y cruel.
Fue entonces cuando empecé a deprimirme, dejé el trabajo, no contesté el teléfono por un mes, al próximo dejé de pagar la línea y total un día lo cortaron. Gato siempre estaba ahí, mirándome retorcerme y no hacía nada, solo maullaba por comida y rasgaba los sillones, quien sabe, tal vez él también estaba deprimido.
Un día él, o quizá yo, perdió el quicio y fue entonces cuando empezó a esperarte en la puerta. A las seis menos cuarto, la hora usual de tu llegada, Gato ronroneaba como loco. Te esperaba y te esperaba y te esperaba y no dejaba de esperarte. A las seis menos cuarto, menos cuarto, cinco con cuarenta y cinco minutos, con cinco minutos y él ronroneaba y ronroneaba y ronroneaba. Gato del demonio, no se callaba y todos los días se levantaba para torturarme. Me recordaba que exististe y que solías volver a casa cuando no tomabas malas decisiones, cuando no bebías los viernes por la noche y regresabas ebrio manejando y entonces te accidentabas. Me recordaba que exististe en mis brazos, que estaba enamorada, que dormía de tu mano y ronroneaba y ronroneaba y ronroneaba.
Ya no comía o yo ya no le daba de comer, ya no hacía más que esperar a que volvieras, que ver hacia la puerta, que maullar tu nombre, que recordarme con sus ojos a los tuyos. ¡Me estaba atormentando! Y como ya me había vuelto loca… Asesiné al gato, cariño.
Eugenia Cruz

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