Ánika Lorenzana
Una de las leyes naturales que domina a toda la existencia; condición que no conoce excepciones ni válvula de escape, es el tiempo. Este, sin duda alguna, es para la mente humana razón de desvelo e inquietud, pues como forma de vida con cierto nivel de conciencia nos es imposible no notar sus efectos nocivos e irreversibles.
Desde nuestro comienzo en este universo, los humanos hemos estado obsesionados tratando de comprender a profundidad las implicaciones de este fenómeno. Cronometrándolo casi todo hemos logrado cuantificarlo en distintas unidades y medidas: años, meses, días, horas, minutos, segundos, microsegundos, nanosegundos… Incluso hay algo llamado yoctosegundo que aparentemente viene a representar lo que sería la cuatrillonésima parte de un segundo. En esta carrera contra el reloj, la especie ha logrado construir un increíble almanaque de información sobre la temporalidad de las cosas. Sabemos que un año en Venus dura 225 días, uno en Marte 687 y que son 4380 días los que tarda Jupiter para darle la vuelta al Sol. No niego los asombrosos progresos que hemos podido hacer debido a este obsesivo conteo, mas considero que gran parte de nuestra búsqueda por comprender mejor al tiempo viene de una constante y profunda angustia.
Tratando de ganarle la carrera al reloj, los humanos nos hemos visto aun más esclavizados por sus cadenas y ya no sabemos hacer nada sin tener presente al tiempo todo el tiempo. Nos preocupa no llegar tan tarde o temprano, no podemos permitirnos aplazar o acelerar demasiado las cosas, tenemos que tenerlo todo nítidamente calculado y nos frustramos cuando los planes no se ajustan a nuestros horarios. Pensamos que las cosas no suceden lo suficientemente rápido o que, por lo contrario, pasan casi desapercibidas. Inconformes con el ritmo del universo nuestro espíritu parece por veces en disonancia con el resto de la naturaleza y desafinamos.
Solo debemos ver a nuestro alrededor para apreciar ese proceso de fluidez armónica en las cosas y reconectar con ese estado interior de calma que tanto hemos alejado. Como ejemplo perfecto pienso en los árboles y la forma en que cambian sus vestidos en total naturalidad. Cada uno, a su propio tiempo, responde a las distintas estaciones del año. Para los cerezos la etapa de florecimiento sucede durante la primavera, es decir en marzo en el hemisferio norte y en el sur en septiembre. Los almendros , por su parte necesitan de una determinada cantidad de horas de frío, aproximadamente entre 330 y 500 dependiendo la especie, para florecer. Es por esto que es a finales de invierno que estas plantas, tras recibir un leve exposición a climas más cálidos, pintan sus troncos de blanco. Los Guayacanes, árboles distintivos de Ecuador, deslumbran con su impresionante amarillo en los meses de noviembre y diciembre debido a finalizarse la etapa de lluvias. Cosa similar sucede con las flores, y bueno con todo en general. Lo sé porque mis flores favoritas solo aparecen por las calles de Guatemala por febrero. Son los tulipanes y, cómo habrán notado, por acá no se ven tanto.
El punto es que cada ser vivo, cada objeto material o proceso incórporeo, todo lo que ocurre bajo este cielo tiene su tiempo; su ritmo propio y debido momento. Esta ley de la naturaleza es, cómo decía antes, inamovible y obligatoria. Se aplica para cocinar un pastel, para que el cielo pinte los colores del amanecer, para que florezcan los almendros y también, aunque te cueste aceptarlo, para que suceda aquello que tanto andas esperando.
También resulta inútil el tratar de conometrar la propia vida comparando nuestro tiempo con el de los demás, pues como en el caso de los árboles cada uno responde a su entorno de manera diferente y necesitamos diferentes procesos para alcanzar nuestro integral desarrollo… para florecer. Así que cuando la ansiedad comience a llegar y otra vez todo intentemos de esquematizar o programar, recordá esta analogía, mira a un árbol y pedí al universo paciencia para la espera y sabiduría para dejar ir. Finalmente de eso se trata… ¿no? De aprender a fluir.