Edgar Gutiérrez
En esta ocasión pretendo responder a la columna de Sebastián Ríos, publicada hace algunas semanas en este mismo espacio. En aquella columna, Sebastián defendió con ahínco la pena de muerte y su urgente aplicación en Guatemala.
Si en algo estamos de acuerdo Sebastián y yo, es en que hay un grave problema de violencia en Guatemala y que el Estado debería enfocar más recursos en combatirla. Dejo claro que no me gustan los asesinos ni los violadores, y que de ninguna manera deberían salir impunes de sus nefastas acciones. «¿Cuántos más?» pregunta Sebastián, haciendo referencia a la cantidad de gente cuya gente es derramada con impunidad y de mujeres que son constantemente violadas con la misma consecuencia.
Con esto claro, procedo a refutar el artículo. El argumento principal que utiliza el autor para defender la pena de muerte es uno jurídico, que consiste en que «es hora que se aplique la ley». La Constitución guatemalteca contempla la pena de muerte en su artículo 18, es cierto, y también es cierto que los tratados internacionales en materia de derechos humanos difícilmente pueden escabullirse en nuestra legislación para anular este artículo. Hay cada interpretación de esta situación, sin embargo no pretendo utilizar otra ley para refutar a Sebastián.
El debate sobre la pena de muerte es precisamente para cambiar la ley, entonces usar la ley como argumento no es muy fructuoso para defenderla efectivamente. La premisa subyacente del argumento es que «la ley es la ley» y no importan mucho los principios generales que deben reinar la interacción social. Sin embargo, la aseveración de «la ley es la ley» es en sí misma una expresión de un principio general del derecho, así que el problema de la pena de muerte debe resolverse no al nivel de su legalidad, sino a nivel filosófico y pragmático.
A nivel pragmático, los argumentos más comunes que defienden la pena de muerte (uno de los cuales comparte Sebastián) es que es un disuasivo para la violencia. Matando a los asesinos entonces no solo habremos anticipado la reincidencia de su crimen, sino que estamos poniendo un ejemplo para los demás asesinos/futuros asesinos para que la piensen dos veces antes de cometer un crimen.
Ante esta lógica argumentativa existe la realidad guatemalteca. La mayoría de violencia por homicidios no viene de robo de celulares, viene de conflictos entre maras y crimen organizado. Esta violencia se da bajo una pena de muerte aplicada de manera no-estatal. Un marero tiene por segura la muerte en caso de hacer algo que moleste a la mara opuesta, tal como vender droga por su sector, molestar a su familia, extorsionar a su gente, etc. Bajo la lógica argumentativa a favor de la pena de muerte, en Guatemala no habría nada de violencia. Los mareros se controlarían entre ellos bajo simples amenazas de muerte, lo cual sabemos que no es así. Como afirmé anteriormente, la mayoría de la violencia viene de luchas entre maras, a pesar de que tengan asegurada su muerte en esas peleas. No solo están amenazados de muerte, sino que es una muerte pronta y segura, no como la que impartiría el Estado llena de instancias judiciales en las que probablemente se pruebe la inocencia, si es que estas instancias administran la justicia de manera eficiente.
Este es otro tema a tratar. La pena de muerte es un castigo muy delicado como para poder aplicarse a diestra y siniestra, al menos en un régimen democrático. Se requiere que se agoten todas las instancias judiciales y todos los recursos para que se pueda aplicar. Esto significa que las ejecuciones se empezarían a aplicar dentro de muchos años, una vez esos procesos se hayan llevado a cabo y se hayan gastado varios miles de quetzales en abogados y en juicios (más caro que mantenerlos en prisión buscando su reinserción).
La institucionalidad del Estado guatemalteco tiene muchas carencias. El hecho de que haya asesinos sueltos no tiene que ver con la severidad del castigo sino con la certeza del castigo. Lo que la gente que exige pena de muerte en realidad quiere es que haya justicia, y querer matar a un criminal es fruto de la ineficiencia de la justicia y la frustración que genera la misma. De ahí se explica el comportamiento sostenido de los linchamientos. Si le diéramos una herramienta tan destructiva al Estado, como lo es la pena capital, esa ineficiencia en la justicia puede contagiar estos procesos judiciales y condenar inocentes.
La condena de inocentes no solo sucede en estados ineficientes como el guatemalteco. El margen de error de la aplicación de la pena de muerte en los estados que la aplican en Estados Unidos (y estos Estados aún así no disminuyen sus niveles de violencia) supera el 2%, y como diría Danilo Carías, compañero escritor del blog, la condena a un solo inocente es suficiente como para oponerse a la pena de muerte. La vida no es un derecho equiparable a otros derechos, es el derecho que tenemos a tener derechos, y lo que es peor aún una vez aplicada la pena de muerte no se puede dar marcha atrás. Es una condena no revocable a diferencia del encarcelamiento u otro tipo de penas. Darle el poder de matar a sus ciudadanos sería igual de irresponsable que darle una pistola a un niño.
Retomando el tema de la delicadeza de la pena, habilitar la pena de muerte en un Estado ineficiente puede tener como resultado inesperado una serie de persecuciones políticas que terminarían con la muerte de los acusados (justificada o injustificadamente), tal como pasó en los regímenes autoritarios el siglo pasado.
Otro argumento persistente para defender la pena de muerte en línea con el derecho a la vida es que un asesino al quitarle la vida a otro está renunciando a su propio derecho a la vida. Si esta afirmación fuera cierta o no, no le queda a la sociedad ni mucho menos al Estado materializarla. La vida es un derecho adquirido de manera individual, no es un derecho que te de la sociedad para luego tener el poder de quitártelo.
A lo largo de esta columna hice el esfuerzo no solo de refutar a Sebastián Ríos, sino que amplié el margen argumentativo para incluir otro tipo de argumentos defienden la pena de muerte y luego refutarlos. Queda mucho aún por decir sobre la pena de muerte y es un debate que nunca debe terminar. Por lo pronto, es bueno para cualquier ciudadano que el Estado tenga este poder paralizado. Solo hay que recordar, el hecho que sea legal no implica que sea moral o legítimo.
Defensores de delincuentes. Llévenles pasteles y otros postres a sus angelitos que mataron a los monitores, andan matando policías, pilotos y pueblo trabajador. Ustedes son de la misma calaña!!!
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Edgar Gutiérrez, cuando eras parte del ala intelectual de la guerrilla, a quien defendías con ahínco, estabas del lado de quienes no se tentaban el alma para matar a los soldados, hacer estallar bombas en áreas en donde no importaba si había civiles, con tal de sembrar terror y ver si algún día tomaban el poder por la fuerza. Ahora que el pueblo se desangra ante tanta barbarie, sales vestido de ángel o de niño de primera comunión a defender a esas lacras, como si tuvieras la autoridad moral para hacerlo!!!
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Desafortunadamente existen personas que más parecen bestias salvajes que matan más por placer que por satisfacer necesidades primarias. Son como perros rabiosos y por esa razón recuerdo lo que decían los ancianos y ancianas hace muchos años: «muerto el perro se acaba la rabia». Un perro muerto jamás le hará daño a alguien, lógicamente. Un dicho de la sabiduría popular.
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