30 de marzo – Día Mundial del trastorno bipolar

María Andrée Figueroa

“Vuelvo a despertar a la misma hora de la madrugada, tres y media de la mañana.  Fracciones de segundo después de abrir los ojos me envuelve el terror. Como ya sé lo que viene, aprieto los ojos y respiro profundo repetidas veces.

“Todo es mental, tranquila. Respirá. Todo es mental, solo no pensés. Repirá. Respirá profundo. Tú podés. Solo no pensés. Respirá una vez más. Calmáte. ¡Basta! ”

Siento un vacío creciendo dentro de mi pecho y poco a poco el dolor se hace más agudo. Podría compararlo con la sensación de un corazón roto, una decepción o el haber perdido a un ser querido. “Esto es demasiado.”

Busco alguna excusa y empiezo a llorar desconsoladamente. Trato de controlar los sollozos para no hacer mucho ruido y despertar a alguien. Cuando me ven así y preguntan qué tengo no sé responder con claridad. Supongo que simplemente me asusta el mundo. Yo sólo sé que anhelo morir.”

Incontables veces intenté describir lo que sucedía en mi interior. Buscaba constantemente la manera de justificar mis emociones excesivas. No tenía sentido que se manifestaran con ese nivel de profundidad sin razón, según yo. Sabía que no era normal, pero tampoco lo veía como una enfermedad sino como algo que simplemente era parte de mí. Mi eterna contradicción. La reacción natural de una persona más sensible de lo usual ante la belleza y la crudeza del mundo, el placer y el dolor de estar vivo, la esclavitud y la libertad de ser humano. Una dicha y una maldición. Algo de lo que no saldría jamás. Cada vez más turbada. Realmente no tenía idea del porqué de lo que estaba viviendo.

No comenzó de un día al otro. Fue pasando por distintas etapas y haciéndose más y más confusa. Existe una predisposición genética, la enfermedad era latente. Ahora sé que el haber vivido un trauma fuerte combinado con otros factores ambientales pudo haber tomado un rol importante para desencadenarlo, sin embargo no fue la causa: epigenética.

Mis desbordes anímicos empezaron a tornarse en una percepción de la realidad bastante embrollada. Cuando cambiaban las fases, se modificaba el filtro y con él la idea que tenía de la vida, de mí y del entorno. Lejos de pensar que tenía un nombre diferente al de la muy conocida depresión, que se iba para regalarme un respiro pero que eventualmente regresaba. Que me perseguía como una sombra, así como me perseguían ocasionalmente las noches en vela, las conductas temerarias, la autoestima hinchada, la creatividad y las decisiones impulsivas.

Lejos de saber que se trataba de una enfermedad crónica y genética, tratable. Que había una explicación científica más allá de problemas de actitud o de una reducción aleatoria de los niveles de monoaminos.

Era incapaz de comprenderme, ¿cómo pretender que lo hicieran las personas a mi alrededor? Entre su ignorancia y la mía, consideraba(n) que era un simple problema de “postura ante los sucesos”, una manera de justificar mi testarudez, de evadir responsabilidades o ganas de llamar la atención. Que podía corregirlo si de verdad así lo quisiera. Me presionaba diciéndome que en el fondo era yo la que quería estar así, que era mi culpa por no “desear” salir de eso con las suficientes fuerzas. Que los pensamientos los creo yo y si quisiera podría crearlos de una forma más calmada y ordenada, que era falta de meditación.

Frecuentemente las emociones eran tan intensas que actuaba conforme a ellas y no conforme a la razón. Porque cuando sobrepasan cierto límite, nos impiden pensar claramente. Provocando decisiones insensatas y posteriormente, arrepentimiento.

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Fui encontrando distractores que me ayudaban a mantenerme estable; abstraerme en nuevas sensaciones, nuevas experiencias, dormir y escribir, por ejemplo. Empecé a acudir a ellos con cada vez más insistencia. Ansiaba dejar de sentir de esa forma tan exagerada. Y funcionaba, pero solo de manera temporal. En algún punto regresaba a un estado melancólico, doloroso y agotador o bien con peligrosos aires de “hago lo que me da la gana sin importar nada.”

Vivía asustada de mi propia mente. En espera de la próxima “temporada.” Quería vomitar existencia, huir de mí. Nada más frustrante que eso.

Durante un período de casi un año, antes de empezar el tratamiento, entré en una fase depresiva penetrante. Dejé de alimentar mis relaciones casi por completo, dormía demasiado, no hacía ejercicio, abandoné todos mis planes y comía cada vez menos (a veces con la esperanza de que en algún momento eso me matara.)

No tenía el más mínimo deseo de lidiar con otros humanos, sin embargo me sentía sola. Me sentía incomprendida pero que nadie tenía la obligación de “entenderme.” Me aislaba cada vez más.

Lo que estaba provocando gracias a mis desbordes emocionales solo terminaba por empeorar mi estado. El dolor era absurdamente intenso.

A veces incluso las tareas más sencillas y cotidianas como levantarse de la cama, bañarse y comer parecían todo un reto. Haciéndome sentir incapaz, estúpida, desmerecedora de cualquier éxito. Toqué fondo.

Empecé a considerar el suicidio con cada vez más frecuencia hasta que terminó por convertirse en una obsesión. No es que odiara la vida, odiaba tener que vivir lidiando con esto. Fantaseaba constantemente con el cese de mi sufrimiento. No quería causarle tristeza a quienes me tienen cariño, y de alguna manera eso me frenaba. Pero llegó a marchitarme  tanto que consideraba que tenía que pensar en mí también. ¿Qué es más irracional, morir aun sabiendo el dolor que voy a causar u obligarme a llevar una vida en la que se sufre mucho más de lo que se disfruta para evitar la tristeza de los demás?

Estoy consciente de que no es fácil entender que alguien considere la muerte cuando en apariencia “todo en su vida iba bien”, cuando “sos privilegiada de tantas maneras, pero no sabés apreciarlo”, cuando “hay gente te quiere.” Claro que estaba consciente que era inmensamente afortunada y por supuesto que lo apreciaba. Pero luchaba día a día para mantener una estabilidad que se resistía. Para mantener controlada a la impostora que vivía dentro de mí. Me sentía como el patético títere de mi propia química. La gente a veces no concibe lo confuso y debilitante que puede llegar a ser porque es invisible. Uno no sabe de las luchas internas que no se ven.

A menudo se asume que solo existen dos fases, pero no todo eran extremos opuestos. Había lapsos de equilibrio emocional o mezclas simultáneas entre depresión e hipomanía.  Eso era precisamente lo que me hacía creer que podía controlarlo y también lo que hacía pensar a los demás que yo no tenía “algo”.

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“La hemos visto bien, hemos visto cómo logra lo que se propone, la escuchamos hacer bromas y atorarse de risa, la vimos sonreír, esto tiene que ser cuestión de actitud.”

Algunos, aunque los quise mantener cerca, se alejaron. Especialmente al convivir más y ser testigos de mi escasa congruencia. Tanto la depresión suicida como la impulsividad maniaca inquietaban a cualquiera. Nuestro padecimiento nos convierte en algo difícil de tratar, aunque no queramos y me sentía muy culpable.

En algún momento me dije, quizás si pretendo que no es tan grave no me afecte tanto. Pero no fue así.

Finalmente terminé por alejarme hasta de quienes insistían en quedarse. Temía al dolor del abandono, pero también temía que se quedaran cerca. Sentía que mi compañía chupaba su energía y no lo merecían. Ya solo quería estar sola.

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La relación con mi familia se fue deteriorando poco a poco. Mi papá se enfurecía al verme días sin hablar, sin salir de la cama, sin comer, sin señales de ningún plan. Perdí la beca y las energías para reparar cualquier daño. A veces pensaba que era mejor decepcionarles pues en cualquier momento no lo soportaría más. Buscaba causarles el menor daño posible.

¿Por qué a pesar de estar consciente del estigma que existe en torno al “enfermo mental” busco hablar abiertamente del tema?

Justamente por eso. Porque uno de los factores que hacen aún más difícil vivir con una enfermedad de este tipo es el desconocimiento sumado a la desinformación al respecto entre la mayoría de la población, provocándonos frustración extra y sentimientos de culpabilidad por la propia dolencia y todo lo que hemos provocado a causa de ella. Porque pienso dos veces si ponerlo en la sección de enfermedades  en una solicitud de empleo, pero no lo pensaría tanto si fuera diabetes o asma. Porque no sabemos cómo ni en qué momento confesar a una posible pareja de lo que padecemos. Porque muchas veces lo toman como una invención nuestra. Porque tendemos al abandono.

Para que la gente que sufre lo que yo no se sienta sola en la lucha, como yo me sentí en algún momento.

Porque por lo general solo investigamos hasta que no lo toleramos más o  nos enteramos que alguien cercano lo padece.

Porque es fácil encontrar información sobre sus características y una lista de síntomas, pero hay poco sobre lo que realmente se siente vivirlo. Sobre lo aterrador que es y lo miserable que te puede llegar a hacer sentir.

Porque algunos creen que pasar por ligeros cambios de humor durante el día es sinónimo de bipolaridad, cuando realmente es algo que va mucho más allá.

Para mejorar la comprensión de quienes se sienten ajenos a esto presentándolo de la manera más precisa que pueda. Para romper poco a poco el estigma. Para canalizar mi sufrimiento en algo posiblemente útil.

Usualmente es difícil dar con el diagnóstico y las personas pasan años tomando el medicamento equivocado o sin diagnostico alguno, propiciando su empeora. Esto ya que solemos buscar ayuda o abrirnos únicamente cuando nos encontramos en la fase depresiva, o porque estamos tan deprimidos y desconectados de los demás que no tenemos ni energía para buscarla. Porque usualmente cuando estamos estables o hipomaniacos nos sentimos “bien”, no hay razón para acudir a alguien. Sin embargo mi psiquiatra ya había notado que “ciclaba” y me recetó el medicamento que tomo actualmente, desde el 2015. Yo era reacia a tomarme en serio el diagnóstico (influenciada por las palabras de mi papá), y tomar lo que me había recetado. No sabía si estaba siendo timada, si realmente era una enfermedad que requería de medicamento o si simplemente sería una más utilizada por la estrategia mercantilista de la industria farmacéutica para enriquecerse con promesas falsas de una vida mejor. Porque según varios estudios la cantidad de etiquetados actualmente como bipolares es más o menos parecido al porcentaje de personas zurdas (pero a algunos les conviene que la cifra sea mayor.) Porque creía que yo sola podía detenerlo, que no caería en la trampa terminando con una adicción. Resulta que estoy libre de eso.

 Y aunque aún hoy me molesta saber que tendré que tomar pastillas por años, si no es que por el resto de mi vida, he saboreado una estabilidad que no experimentaba hace mucho por lo que lo he ido aceptando y agradeciendo inmensamente a la ciencia por sus avances.

Derramé lágrimas muchas veces de pura frustración, porque a pesar de lo mucho que intentaba a veces la ansiedad y la depresión me envolvían. Ahora derramo lágrimas de alegría y gratitud por el gran consuelo de sentir que mis emociones han estado dentro del rango de lo normal. Que estar despierta en la madrugada, por ejemplo, ya no es aterrador. Pero también de pesar, ¡Habría podido evitar que progresara a tanto! Maldita sea, ¡Todos esas largas horas de martirio que habría evitado si no fuera tan terca y hubiera hecho una investigación más exhaustiva al respecto!

Ahora que me he informado mejor y acepto que mi caos mental tiene nombre, apellido, medicación y explicación científica he sentido un gran alivio. Aunque por otro lado supe, como había sospechado, que no es algo que se cura. Se trata y controla. Que hay muchas cosas que aunque no me restablezcan por completo, me ayudan a mantenerme estable. Que debo aprender a vivir con ella y los impedimentos reales y provocados por el estigma que trae con sí.

Me aconsejaron que lo mantuviera en silencio, que las personas me tratarían diferente, que podrían usarlo como insulto, que no lo tomarían en serio, me condenaría a la etiqueta o sería más difícil conseguir trabajo y pareja.

Pero no veo razón para mantener en secreto una enfermedad que no es mi culpa, algo que no decidí. No lo esconderé porque la palabra “bipolar” asuste y ahuyente a algunos. Tampoco me mentiré a mí ni a los demás diciendo que se acabó, que jamás volverá a atormentarme. No me engañaré diciendo que ha sido solo una fase, solo me ha lastimado más el ocultarla y pretender que no existe. La enfermedad no se ha ido a ninguna parte y habrá días en los que se haga más evidente. Aún pienso en la muerte ocasionalmente, pero sé que estoy a salvo.

Al confesar esto, amigos lectores, me arriesgo a muchas cosas, incluyendo su rechazo. Pero ahora me siento considerablemente bien y eso poco me importa. Tomo mi medicación, hago ejercicio, como mejor, voy a la terapia y veo periódicamente a un psiquiatra.

Ahora puedo pensar más claramente y si es que regresan los episodios, serán más cortos y menos intensos. Me siento mucho mejor y ya no tengo que luchar sola. Sé que me las arreglaré.

Pasé años sin temerle a la muerte, anhelándola. Pero sobreviví. Ahora puedo decir que ya no le temo tanto a la vida, que mi historia no ha terminado.

  Links sobre trastorno bipolar:

http://www.soybipolar.com/mitos-suicidio-trastorno-bipolar/

http://www.soybipolar.com/trastorno-bipolar-tiene-un-lado-positivo/

http://www.soybipolar.com/%C2%BFafecta-a-tu-vida-ser-bipolar/

http://www.soybipolar.com/mitos-verdades-trastorno-bipolar/

 

Un comentario en “30 de marzo – Día Mundial del trastorno bipolar

  1. Enhorabuena y GRACIAS por escribir sobre ello a pesar del sufrimiento que causa y el miedo a las reacciones. Se necesita romper el estigma asociado a las enfermedades mentales precisamente así, hablando de ello con naturalidad.
    Seguro que te las arreglas y que te queda mucha historia que contar 🙂

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