Poseída

Ale Bonilla

31 de octubre a las 10:30 P.M.

Siempre han creído que estoy loca y que hice alguna clase de pacto con el infierno para ser como soy. Lo triste aquí es que todas las noches, después de haber limpiado la sangre de mis manos me pregunto: ¿por qué no creerían que soy un monstruo? Si yo misma les he dado las razones para pensar así. Soy huérfana porque maté a mis padres, vivo en una casa abandonada, tengo una aterradora cicatriz que me parte la cara en dos desde que nací, nunca he hablado con alguien que no sea la voz encerrada en mi cabeza y todas las noches salgo a las calles, poseída por la otra persona que habita en mí, a matar despiadadamente a alguien.

Quisiera decirme a mí misma que lo que me pasa es normal, pero sé que no es así. Sé que todo lo que pienso en realidad no es cierto y esto se debe a que no confió en mi mente, porque la otra persona es quien está incrustada ahí.                                                  La verdad es que lo único que sé con certeza en este momento es que maté a mi hermano. Lo maté con una pequeña navaja y mis propias manos. Quisiera decir que este asesinato fue igual a los otros: frío e indiferente, pero no fue así porque desperté del trance en el cual ese otro ser me metió y paré antes de quemar su destrozado cuerpo. Me detuve antes de prenderlo en llamas, pero no antes de arrebatarle sanguinariamente la vida a su organismo. No pude gritar y mucho menos llorar, así que lo único que hice fue verlo hasta que poco a poco mis piernas fueron perdiendo su fuerza y me dejaron caer sobre él. Embarré mi cara en la sangre que le salía del pecho, le ensarté mis uñas porque quizás así su alma no se iría y me quedé ahí… dejando que la oscuridad nos envolviera.

Me acurruqué en el cuerpo inerte de la única persona que he amado e intenté no pensar en su muerte pero, como siempre, los flashes de lo que hice regresan a mí. Mi mente empezó a mostrarme cómo me le tiré encima sin aviso, lo somaté contra la pared hasta que lo dejé sin respirar, lo empujé violentamente al piso, le mordí toda la cara hasta hacerlo sangrar y después de haberlo torturado saqué de entre mi escote una navaja y le abrí lentamente desde la garganta hasta el pecho.

Comencé a golpear mi cabeza sobre su cuerpo, ya que pensé que así se irían los repugnantes recuerdos de mis actos. Sin embargo, no pararon sino que empeoraron. Inicié a oír aquella voz tan maléfica y desgarradora en mi cabeza;  al oírla la cicatriz en mi cara empezó a arderme como si hubiera fuego sobre ella.

“¡Quémalo, arpía! Sabes que quieres hacerlo, porque tú disfrutas matar tanto como yo”. Gemí y me retorcí, pero la voz no se callaba. Con cada palabra que decía mi cabeza sentía un dolor punzante e imparable. “¡Quémalo, arpía! Tú y yo sabemos que no me ganarás”. Entre tanto tormento, por primera vez, tuve la certeza que ese demonio dentro mí era quien había hecho el pacto con las tinieblas, no yo. Quería vencerla porque ya no quería yacer como su esclava, así que hice lo que sabía que la enfurecería: me tragué el dolor y hablé, en un susurro y a mí misma, pero hablé.

-Mi nombre es Agnese Gaitán, tengo 23 años y no mato por placer.- me asusté tanto por el sonido de mi voz que al principio me limité solo a articular. Sin embargo,  lo repetí tanto que poco a poco me fui sintiendo más valiente. Además, el chillido de aquel espectro dentro mí se iba desvaneciendo. Mi voz era débil y quebradiza, pero detrás de ella había una chispa que buscaba darme fuerza para salvarme; así que me aferré a ella, quité la navaja de la cabeza de mi hermano, la guardé entre pechos y me levanté.

Mis piernas temblaban como las de un ternero y por eso caí en la cuenta que quizás sea una de las primeras veces que me muevo por mi voluntad. No tenía tiempo para sentirme feliz por mi propio logró; así que me limité a caminar, sujetándome de las paredes para no caerme, hasta llegar al espejo que estaba colgado en el centro de la casa. De alguna manera logré mantener el equilibrio para poder pararme enfrente de él. Esperé ver mi reflejo, pero no vi nada. Era como si estuviera tan muerta que ni los espejos podían capturar mi imagen.

Dejé caer mis párpados y lentamente dirigí mis manos a mi cara para verificar que no era un fantasma. Toqué mi boca, mis orejas, mi nariz, mi frente y cada una de esas partes estaba destrozada de alguna manera por la cicatriz que atravesaba grotescamente mi rostro. Bajé mis manos por mi cuello hasta que alcanzaron mis pechos y tomé la navaja que había entre ellos. Abrí repentinamente mis ojos y lo único que conseguí fue que empezara de nuevo.

“¡Quémalo, arpía! No me harás daño, porque amas que esté dentro de ti”. Su voz se escuchaba igual de tenebrosa, pero esas dos oraciones que dijo fueron bombas que despertaron mi furia en vez de mi miedo. Así que apreté mis puños, me aseguré que la navaja estuviera entre mis dedos, pensé en mi hermano, respiré profundo y grité. Grité hasta que mis cuerdas vocales se desgarraron y hasta que mis pulmones explotaron por no tener aire. En medio de mis gritos sofocantes, destrocé como loca el espejo con mis manos. Jadeaba, sangraba, lloraba, pero no paraba.

Cuando terminé de destruir y de gritar, me quedé parada sintiendo como la sangre corría por mis manos para después envolver el consolador tacto de la navaja. Mojé mis agrietados labios y levanté dramáticamente el arma hasta la altura de mi cara. Sin pensarlo dos veces clavé el puñal en la punta mi cicatriz y pausadamente fui cortando mi piel para abrir esa herida en dos. Cuando llegué al final de ella, dejé caer el cuchillo al suelo y con mis propias manos seguí rasgando mi piel hasta quitarla totalmente de mi cara. No grité ni lloré. Creo que ni siquiera me dolió. Estaba tan seducida por la idea de ser libre que no me importó ni siquiera la posibilidad de morir al buscarla.

No podía ver, así que me limité a sacar de mi rostro todo lo que podía tocar. Quería sacar de mi cuerpo cada minúscula parte del demonio. Creí que estaba funcionando… Sin embargo, una de mis manos dejó de obedecerme y mis piernas igual. Me agaché para tomar la navaja y estando en cuclillas empecé a sentir como si algo estuviera saliendo de mí y por ende sentí un dolor inconmensurable. Lo peor es que ni siquiera podía gritar. En medio de ese fatal sufrimiento, yo misma me clavé el cuchillo en el corazón. Quisiera pensar que mi muerte fue más que solo caer al piso, desangrarme y morir sola; o que mi vida tuvo algún sentido al ser una esclava de la maldad, pero no fue así porque yo fui un monstruo que nunca supo la verdad de lo que había dentro de ella.

1 de noviembre a las 12:00 A.M.

No pude hacer más que reírme al ver el cuerpo de Agnese inerte enfrente de mí. Cuando logré controlar mi risa, hice que la navaja flotara hacia mis manos y al tenerla me hice una marca con ella en el brazo. Esa marca representaría el asesinato de mi insurgente aliada: Agnese. No sangré, como era obvio, ya que vida es lo más extinto que hay en la muerte. Me clavé el cuchillo en la cabeza, observé a esa pobre chica que fue mi organismo por tanto tiempo, chasqueé los dedos y los dos cuerpos muertos comenzaron a quemarse por medio del fuego y mi odio.

– Te dije que no podrías ganarme, arpía.- Me reí y tuve la certeza que de ahora en adelante trabajaría sola. –Prometo no olvidarte, Agnese. Juro que este día mataré a alguien en tu honor por el resto de la eternidad.- Fueron mis últimas palabras y salí de la casa abandonada sin ni un solo rastro de arrepentimiento. Supongo que esa es una de las ventajas de ser la muerte.

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