Desde pequeño he sido fanático del arte y la cultura. Esa fue la semillita que mis abuelos cultivaron en mí, llevándome al teatro y enseñándome cuadros y canciones. Por supuesto, toda rama del conocimiento tiene sus formalismos y reglas, siendo la cultura una de estas. Es por esa razón que, además de conocer la materia, fui criado para saber expresarla, respetando sus tiempos y formas; eso permitió que acuñe la frade “teatro para todos, pero no todos para el teatro”. Pero, ¿qué significa esto? Sencillo: el teatro, como cualquier otro espacio cultural, aunque esté con sus puertas abiertas al público, tiene reglas que deben cumplirse y no todos las cumplen.
Latinoamérica es un dolor de cabeza, en este caso – salvo con Argentina, que tiene un nivel mucho más alto al del resto del subcontinente – . Varias veces encontré gente comiendo dentro de la sala (incluso nachos con frijoles), entrando tarde, saliendo a media función, hablando por el celular y tomando fotos con flash (¡por Dios, el flash!). No solo es una molestia para el resto de espectadores, sino un cruel insulto a la cultura – y peor aquellos que se quedan revisando Twitter o Facebook, con el brillo de la pantalla al máximo – . Es desagradablemente fastidioso este comportamiento, además de retrógrado. El teatro no es un cine ni la sala de una casa: es un espacio cultural con reglas y código de comportamiento y vestimenta (esta última otro descuido, especialmente para los que van en short).
No pretendo subirme el ego ni creerme la última coca cola del desierto de la cultura con este comentario, sino hacer un llamado de atención para que sea considerado. Somos muchos los que disfrutamos el teatro, invirtiendo nuestro dinero en la cultura, pero que cada vez encuentran menos incentivos para hacerlos por un pequeño grupo de irrespetuosos. Si vamos a hacer patria, hagamos cultura antes.