Escondida en una esquina decido susurrarme entre las lágrimas:

soy mujer.

Mujer:

Con las piernas abiertas a regañadientes.

Con un poco de semen en la boca.

Con los pechos desinflados por tantas magulladuras.

Con la voz muy bajita y llena de abusos.

Con la piel repleta de quemaduras y silencio.

Me quedé quieta, intenté ignorar los gritos y me di cuenta de lo bajo que hemos caído.

Soy niña, soy mujer,  y debo definirme por lo oprimida que vivo, en vez de por lo segura que debería sentirme.

Moví lentamente mis manos a mi cara y noté que a pesar de todas las balas, sigo siendo humana.

Humana con un espíritu inmarchitable.

Mordí mi labio tan fuerte que la sangre brotó de él. Sangre que me supo a pura gloria, porque en ese momento decidí que yo sería la última quien la probaría.

Así que, poco a poco un sentimiento de frágil esperanza surgió en mí.

Me paré, pinté mis mejillas con ese líquido tan rojo, salí de mi escondite, vi a mi opresor violando a mi cuerpo y decidí susurrarme entre las lágrimas:

Soy Mujer.

Mujer:

Con fuerza y dignidad al apuñalar con clavos a mi esclavitud.

Con el enojo moviéndome a romper mis ataduras, incluso con mis dientes.

Con voz para gritar que no he dudado ni un solo momento que soy libre.

Con profundas llagas que no se podrán cerrar con una simple curita de princesas.

Con sangre saliéndome a chorros del estómago, pero aún dispuesta a luchar.

Soy mujer y tengo pechos cansados de sentirse asustados de ver la luz. Por eso hoy prometo que no volveré a creerme que soy una puta y mucho menos una sumisa.

Soy Mujer y por eso me defendí.                                                                                                                      Me defendí por  mí  y mi derecho de abrir las piernas por mí misma. Me levanté por todas esas vidas que llevo sobre mi espalda y que han sucumbido por la afasia que trae el fuego.

Foto tomada por: Natalia Álvarez