Opuestos necesariamente inseparables

Por duro y complicado que sea, se le debe lanzar una rienda al corazón y domarlo. La razón debe ser su adiestradora, la que lo guiará hacia su norte. Debe apretar sus inquietudes, aclarar sus dudas y hacerlo soportar sus fiebres primaverales. Todo esto debe ser ser la razón para el corazón, aquel órgano localizado en el centro del pecho que todos sentimos rebozar con las emociones que desborda con cada pulso que genera; cuál ola de sangre que lanza su mar. Aquel que en una pizca de retorno de olas bombeadas por otro corazón se deja ir sin ninguna observación y en su mayoría de casos choca directo con la realidad de su errónea decisión.

La razón, por el contrario, teme todo lo que ve y es incapaz de lanzarse sin antes observar. Esa es su más grande imperfección: no puede elegir y eso hace que solo pueda guiar a aquel que solo puede sentir.

Mientras estas letras salen entre una combinación de pulsos cardíacos en sincronización con los impulsos nerviosos de mi cerebro, estoy atando con mucha fuerza mi corazón; es fuerte, luchador tal cual su dueño. Siempre queriendo lanzarse equivocadamente cuando mi razón, con el poco espacio que le ha quedado, intenta sujetarlo, guardarlo lo más que pueda, para soltarlo e incluso incitarlo a que le dé todo lo que tiene a aquel otro corazón que fue marcado por el destino y nuestro creador para recibir a paso redoblado cada gota y explosión de estrellas que le tengo para dar. A aquel otro que fue creado a pulso fino para crear música con los bombeos de sangre del mío, para crear juntos una pieza impecable que dure la eternidad.

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