Luca Moratal
Asesor Comercial en la Embajada de España en Moscú, Rusia
El concepto de creatividad empresarial del Prof. Huerta de Soto
El Profesor Jesús Huerta de Soto es uno de los más destacados representantes de la Escuela Austriaca de Economía a nivel mundial, y acaso el más renombrado en el mundo hispano. Entre sus contribuciones a la ciencia económica —que concibe como ciencia dinámica, social, inexacta, en sintonía con la naturaleza del hombre—, especial atractivo presenta su idea de la creatividad empresarial.
Esta construcción parte del presupuesto de que, en contra de las asunciones de la planificación económica, los recursos económicos no están ahí, no constituyen un entorno sistémico-material inmutable o garantizado del que una sociedad pueda beneficiarse de manera inmediata. Por el contrario, todo valor económico es resultado de un proceso, siempre creativo y siempre subjetivo, de manipulación, incorporación de cualidades o intercambio voluntario. De este modo, cualquier teoría limitada al estudio de la redistribución de la riqueza obvia el eslabón fundamental de la ciencia económica: la creación de dicha riqueza.
Así las cosas, todo incremento del bienestar depende esencialmente, no de la distribución de unos recursos ya dados, sino de la facultad que posibilita su surgimiento y multiplicación. Esta facultad es la creatividad empresarial. En realidad, esta creatividad no se circunscribe a quienes en el imaginario colectivo se tiende a identificar como empresarios; antes bien, se entiende en sentido amplio, aplicable a cualquier individuo —y se trata de la práctica totalidad de los mismos, al ser ésta una facultad “típicamente humana”— capaz de “crear y descubrir continuamente nuevos fines y medios”. Estos fines y medios “son continuamente ideados y concebidos ex-novo por los empresarios, siempre deseosos de alcanzar nuevos objetivos que ellos descubren que tienen un mayor valor”.
La planificación económica estatal no sólo carece de esta facultad, sino que se erige en su principal obstáculo. Su única atribución, en el campo de la economía, es la redistribución, que constituye siempre un acto violento. “La coacción en contra del actor impide que éste desarrolle lo que le es por naturaleza más propio, a saber, su innata capacidad para crear y concebir nuevos fines y medios actuando en consecuencia para lograrlos. En la medida en que la coacción del Estado impida la acción humana de tipo empresarial, se limitará su capacidad creativa y no se descubrirá ni surgirá la información o conocimiento que es necesario para coordinar la sociedad”.
Don Jesús se declara abiertamente anarco-capitalista; en lo que encuentra, en sus propias palabras, “una gran liberación espiritual”. Su réplica a la afirmación de la necesidad del Estado como evidencia incontestable es que, plenamente inmersos en la coacción estatista que precisamente castra la creatividad empresarial, es razonable que no podamos siquiera atisbar muchas de las respuestas que el orden espontáneo del mercado daría a los desafíos de un mundo sin poder político. Sin embargo, no debemos albergar la más mínima duda de que, en un contexto de libertad económica plena, la creatividad empresarial hallaría las soluciones más eficientes a todos los problemas sociales —y, lo que es más importante, que estas soluciones serían morales, pues no podrían sino fundarse en la cooperación voluntaria de los individuos.
Con todo, puntualiza don Jesús, que no podamos representarnos plenamente el entrelazado de pactos, iniciativas, descubrimientos, desarrollos e instituciones en que se vertebraría la —ya puramente mercantil— sociedad anárquica no quiere decir que no podamos, en un esfuerzo imaginativo, anticipar algunas de estas soluciones. Este pequeño ensayo responde precisamente a tal propósito. En él, abordaré, en un alarde de creatividad empresarial “hortosotiana”, el cometido de delinear una alternativa no estatista a la protección del derecho al honor. Vamos allá.
Honor y libertad de expresión: conflicto entre dos bienes jurídicos protegidos
El derecho al honor y la libertad de expresión son bienes jurídicos protegidos al máximo nivel. La Declaración Universal de los Derechos Humanos recoge uno y otro. Su artículo 12 proclama: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”. El artículo 19, por su parte, reza: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideraciones de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección y gusto”. La Convención Americana sobre Derechos Humanos y la mayor parte de las constituciones nacionales modernas reconocen explícitamente y atribuyen protección jurídica a estos dos derechos.
Parece, ahora bien, que los derechos en cuestión son intrínsecamente contradictorios, en el sentido de que la plena virtualidad de cualquiera de los dos sería incompatible con la tutela del otro. Su coexistencia exige, irrenunciablemente, una mutua limitación. Así la Convención Americana sobre Derechos Humanos, inmediatamente después de reconocer, en el apartado primero de su artículo 13, el derecho a la libertad de pensamiento y expresión, define en su apartado segundo, como el primero de sus límites, “el respeto a los derechos o la reputación de los demás”. La medida en que cada uno de estos derechos se protege con respecto al otro es uno de los criterios más interesantes a la luz de los cuales puede clasificarse un sistema jurídico, y suele resultar muy elocuente de la cultura jurídica de la sociedad que lo subyace.
Bien es sabido que en el espectro más garantista de la libertad de expresión se sitúan los Estados Unidos. El derecho al honor, de individuos y grupos, no queda totalmente desamparado en la dinámica judicial norteamericana, pero sí recibe una protección notablemente menor que en la gran mayoría de los países desarrollados. En aras de la libertad de expresión proclamada en la Primera Enmienda, los tribunales estadounidenses han dejado impunes comportamientos tales como la quema de banderas (flag desecration), el discurso del odio (hate speech) o, por evocar un ejemplo concreto que en su día suscitó una gran polémica, los improperios emitidos por un predicador protestante contra un héroe de guerra fallecido en Irak. Algunas de las “perlas” proferidas —a pocos metros, por cierto, de la iglesia donde se desarrollaba el funeral— fueron: America is doomed, You’re going to hell, God hates you, Fag troops, Semper fi fags, Thank God for dead soldiers. El padre de este marine, que interpuso una demanda por daños morales contra el predicador y los feligreses que lo acompañaban, fue condenado a pagar las costas del proceso.
España es un ejemplo de la tendencia opuesta: la protección judicial del honor a expensas de la libertad de expresión. Su Código Penal incorpora un Título de “Delitos contra el Honor”, en el que tipifica las injurias y las calumnias. Además, otros artículos castigan otras formas de atentados contra el honor en su atribución colectiva: los ultrajes a España, el escarnio de los sentimientos religiosos, el enaltecimiento del terrorismo o del genocidio… El caso español no está exento de procesos judiciales polémicos, como el que recientemente resultó en la condena a tres años y medio de prisión del rapero Valtònyc por injurias a la Corona y enaltecimiento del terrorismo. “El Rey tiene una cita en la plaza del pueblo, una soga al cuello y que le caiga el peso de la ley”; “Matando a Carrero ETA estuvo genial, a la mierda la palabra, viva el amonal”; “Un pistoletazo en la frente de tu jefe está justificado o siempre queda esperar a que le secuestre algún GRAPO”, son sólo algunos de sus versos más suaves.
Como adelantaba, cada uno de estos regímenes jurídicos es reflejo de un sistema de valores sociales. En la tradición española, el honor, o la honra, tiene una importancia fundamental como elemento de afirmación personal. Ello, unido al abandono crónico del español medio a Papá Estado, del que espera sea el remedio de todos sus problemas, tiene como resultado lógico una considerable restricción legal de la libertad de expresión, en aras de la salvaguarda del honor. Frente a ella se perfila Estados Unidos, país fundado en el dogma de la libertad personal, emblemáticamente materializada en la libertad de expresión, que no en vano consagra la primera de las enmiendas a su Constitución. El americano recela del Estado, no espera nada bueno de él, y, al menos en su caracterización anterior a esta era nuestra de la intercomunicación digital constante y omnipresente, he doesn’t give a fuck about what others think about him. Consecuencia: que cada uno diga lo que quiera acerca de lo que quiera y de quien quiera. Hasta hace poco, nadie esperaba que fuera función propia del Estado reparar este tipo de ofensas.
La alternativa minarquista
El planteamiento anteriormente expuesto, casi unánimemente aceptado entre los juristas, encierra una gran verdad:
“El conflicto entre derecho al honor y libertad de expresión requiere, lógicamente, la limitación de uno de estos bienes jurídicos…
No obstante —y tal es mi tesis— cabría puntualizar lo siguiente:
… siempre y cuando se asuma que la tutela del honor debe corresponder al Estado.”
La garantía de la libertad de expresión no exige más que una mera omisión. Como explicaba Ayn Rand, lo que hace la Primera Enmienda, y debería hacer cualquier regulación de la libertad de expresión, es únicamente prohibir la adopción de mecanismos que activamente impidan o dificulten el libre desenvolvimiento de la misma. Punto. It does not mean the right to demand the financial support or the material means to express your views at the expense of other men who may not wish to support you. Esto es evidente, por mucho que el democratismo militante se empeñe en que la libertad de expresión exige que los ciudadanos sufraguemos con nuestros ingresos espacios televisivos y radiofónicos a disposición de cualquier iluminado que tenga algo nuevo que decir.
Por el contrario, sí se asume que la tutela del derecho al honor es inseparable de la intervención del Estado. Ningún reputado constitucionalista ha siquiera considerado la posibilidad de que puedan existir mecanismos no estatales, extra-legales y extra-jurisdiccionales, de protección del honor, que no impliquen la restricción del discurso libre por la vía represiva propia del Estado.
Y, sin embargo, lo cierto es que a lo largo de la historia, en todas las épocas y culturas, han existido procedimientos no instaurados, tutelados o financiados por el Estado de reparación de afrentas y lesiones del honor. Antes de que el Estado se impusiera como monopolio, no solamente de la violencia, sino de la planificación de la vida social en general, los seres humanos ideaban formas —más o menos imaginativas y más o menos civilizadas— de resolver sus problemas y disputas; también, naturalmente, las que afectaban a su reputación, a su imagen, a su estima por parte de sus semejantes. En este ámbito, predominante fue la institución del duelo.
No es de extrañar que el Estado no amparara esta práctica, y que, en último término, la proscribiera. Bajo el pretexto de la protección de los ciudadanos y una supuesta “humanización” de la tutela del honor, el Estado reforzaba así su paternalista autoridad. A partir de entonces, una persona que sufriera un agravio no podría repararlo sino por los canales, y de acuerdo con los criterios, establecidos por el Estado; salvo en el caso de países como EEUU, donde no existirá forma alguna no castigada por la ley de reparar el agravio sufrido, más allá de empuñar un megáfono y vociferar: “¡Es mentira!”.
Pero el Estado, tanto al intentar proteger el derecho al honor, como al tutelar de manera absoluta la libertad de expresión proscribiendo al mismo tiempo alternativas extra-estatales de reparación de ofensas, incurre en insuperables contradicciones o deficiencias. En el primer caso, no sólo se ve obligado a restringir un derecho fundamental como la libertad de expresión, sino que, además, es incapaz de determinar con claridad, y de una manera homogénea para todas las situaciones, dónde está el límite. En el segundo, los atentados contra el honor quedan impunes, ya que el impacto y eficacia de la libertad de expresión del ofendido en muchos casos no son equiparables a los del ofensor.
La renormalización jurídica del duelo puede ser la alternativa minarquista al delirio estatista de la llamada “administración de justicia”. Del Estado sólo requeriría la abstención de todo propósito de restringir la libertad de expresión, así como de impedir que los individuos, si así lo desean, se batan en duelo como forma de reparación de los agravios derivados de los excesos de aquélla. En una sociedad regida por este principio minarquista, cada cual podría decir lo que le viniera en gana sin temor a consecuencias punitivas por parte del Estado, si bien sería consciente de la posibilidad de recibir un desafío a batirse en duelo por parte de los ofendidos. De producirse el duelo, las partes pactarían los términos del mismo, y el Estado —a diferencia de lo que hace ahora— no podría castigarlas como consecuencia de las actuaciones contempladas en el pacto de referencia, tales como lesionar al rival o aun causar su muerte.
Por supuesto, en una sociedad libre, nadie estaría obligado a aceptar un desafío. Sin embargo, tal y como ha sucedido a lo largo de la historia, el rechazo sería considerado socialmente como una muestra de superioridad moral del retador (el agraviado) sobre el retado (el ofensor), y consiguientemente como una reafirmación del honor del primero; a menos que fuera evidente que el retado a duelo fue honorable en su ejercicio de la libertad de expresión (por ejemplo, un periodista denunciando un caso de corrupción flagrante y aportando pruebas irrefutables), en cuyo caso un rechazo no sería reputado por la sociedad como una muestra de pusilanimidad, sino que todos coincidirían en cuanto a la vanidad de un duelo no existiendo honor que reparar.
En realidad, el sentido de un duelo no es que dos personas se disputen el honor, de tal manera que una lo gane y otra lo pierda. En un duelo, el honor de ambos contrincantes se reafirma, con independencia de su resultado; es por ello que, en los contextos de vigencia social del duelo, pocas veces se llegaba al desenlace trágico de la muerte de una de las partes, pues el solo hecho de exponerse y recibir alguna herida bastaba para que cualquier caballero reconociera en ese hombre a un semejante. El duelo, pues, es una oportunidad para la demostración pública de que se es honorable. Incluso el ofensor verbal injusto en sus mentiras o insultos manifiesta, al aceptar el desafío del ofendido, un cierto sentido del honor al estar dispuesto a defender sus excesos con la espada, y a padecer por ello.
El individualismo más impulsivo podría objetar que, por esta vía, se desplaza a la sociedad la última palabra acerca de la honorabilidad de las personas. Sin embargo, sucede que este juicio corresponde a la sociedad por naturaleza, al ser el honor precisamente la estima que una persona recibe de ella. Cuando en un sistema como el español un juez valora un eventual atentado contra el honor, lo hace conforme a los criterios imperantes en la sociedad; lo que supondría la restauración del duelo, su normalización jurídica, sería simplemente la supresión del intermediario estatal en la resolución del conflicto.
Desde una perspectiva económica, las ventajas serían muy suculentas. En primer lugar, aunque poco significativo, sería un paso más en la descarga del volumen de asuntos competencia de los tribunales. Por otra parte, no tardarían en surgir agencias (privadas, evidentemente) de gestión de duelos, con los cometidos principales de transmitir desafíos; darles publicidad, así como a la aceptación o rechazo del desafiado; dotar de fe pública y seguridad jurídica al clausulado que rija el enfrentamiento, y supervisar su celebración. La repercusión pública de algunos duelos sería tan notable, que no cabría descartar que estas agencias obtuvieran gran parte de su financiación de la publicidad y derechos televisivos derivados de los mismos. En cualquier caso, competirían unas con otras en un entorno de libre mercado. De manera natural, las personas elegirían las más convenientes en términos de rigor, profesionalidad, precio, ubicación territorial, etc.
Conclusiones
Las posibilidades de la imaginación son limitadas; especialmente, como insiste el Prof. Huerta de Soto, en un contexto global en el que la hegemonía incontestada, en todos los ámbitos, la detenta el estatismo. Sin embargo, este experimento nos permite darnos cuenta de que, más allá del recurso al Estado, los seres humanos somos capaces de concebir soluciones para nuestros problemas, harto más eficientes, satisfactorios y acordes a nuestra naturaleza que las que representa un juez, un policía o un inspector de Hacienda. En la disertación anterior habrá, por supuesto, lagunas; pero, en una sociedad libre, las fuerzas del mercado, decires, la creatividad de los individuos, perfilaría los mejores remedios para las mismas, hasta desembocar, en este caso, en un sistema efectivo y justo de reparación de las afrentas al honor, sin necesidad del Estado.
Siempre habrá quienes consideren que un proceso reglado y pacífico, puramente verbal, de resolución de este tipo de conflictos es más propio de una sociedad civilizada que un duelo físico. El mercado, cómo no, presentará opciones también para ellos: procedimientos de arbitraje, mediación, debates públicos… Su seriedad, con todo, será siempre menor que la de un duelo, en el que ambas partes están dispuestas a sacrificar su integridad y sufrir por sus convicciones y por su dignidad. ¿Quién podría preferir encomendar la defensa de algo tan esencial a un tercero, antes que asumirla personalmente? Sea como fuere, el Estado no tiene nada que decir.
Personalmente, tengo la fortuna de no haber padecido nunca un atentado serio a mi honor. Considero, además, que sólo una afrenta de inusitada gravedad me llevaría a asumir un riesgo físico cierto para hacerlo valer. Ahora bien, si semejante afrenta se diera, quisiera ser yo, con la espada, quien purificase el honor mancillado; y no tener que correr, cual niño malcriado, a un subalterno del Estado totalmente ajeno a nuestra contienda, con la esperanza de que tenga a bien impartir una justicia que, a lo sumo, se traducirá en una compensación económica. Lo único que un minarquista con amor propio y conciencia de su dignidad pediría al Estado es que no interfiera en asuntos privados entre caballeros, aun cuando puedan resultar en infracciones actualmente tipificadas en los códigos penales de casi cualquier país. A fin de cuentas, y como punto de partida del desmantelamiento de la mentira estatista, no es tanto pedir.