Es vital que las nuevas generaciones conozcan los crímenes del comunismo y sepan que éste ha fracasado inequívocamente en todos los países donde ha sido y es ensayado. Pero más importante todavía es que entiendan que estos fracasos y aquellos crímenes no han sido “una deriva” del socialismo, sino que constituyen su esencia misma.
Luca Moratal Roméu
Quienquiera que haya leído los escritos de Lenin (basta seleccionar un tomo al azar de las decenas en que se agrupan) se habrá percatado de la posición central que en ellos ocupa todo lo relativo a la educación de las masas. En junio de 1905, verbigracia, Lenin negaba la condición de socialista a todo grupo que no se dedicara «constante y regularmente» a dicha tarea pedagógica, entendida como «profundización y ampliación, ampliación y profundización de nuestra influencia sobre las masas, de nuestra propaganda estrictamente marxista y nuestra agitación». La preocupación había sido recurrente en revolucionarios anteriores, y lo seguiría siendo en continuadores como Gramsci o el Che Guevara. En realidad, nunca ha dejado de ser nuclear para el socialismo. Sus mentes más despiertas son lúcidamente conscientes de la fragilidad de los apoyos políticos puntuales, y no ignoran que la única garantía de éxito a largo plazo es crear socialistas: personas que profesarán y propagarán las consignas elementales del socialismo aun en aquellos casos en los que —inocentes— crean no ser socialistas.
Desde sus inicios, el movimiento socialista se grabó a fuego una de las directrices más básicas de la pedagogía: son muchas las maneras de transmitir un mismo contenido, y es menester escoger la más adecuada para cada público objetivo. ¿Cuál es la más adecuada? Generalmente, aquélla que en menor medida trastorna o desafía las asunciones precedentes del educando. Al menos, en primera instancia. Hay, por ejemplo, distintas formas de intentar convencer a alguien de la superioridad de una raza sobre otras: al ciudadano de baja cualificación en paro no le expondremos nuestra interpretación de la obra de Darwin, mientras que al estudiante universitario le ofreceremos argumentos refinados más idóneos para seducir —con una justa combinación de aparente rigor y subyacente simplicidad— su inmaduro afán de respuestas definitivas. Es excesivamente optimista esperar que en los primeros compases del esfuerzo educativo el educando vaya a aceptar una idea que colisione sustancialmente con las categorías culturales absorbidas desde su más tierna infancia; pero, siempre que se cuente con la paciencia y los recursos necesarios, hay caminos menos traumáticos al efecto.
Mucho más variadas son las estrategias imaginables para convencer a una masa de que es “explotada” u «oprimida» por otro sector de la sociedad, supuestamente antagónico. En la medida en que —quien más, quien menos— todos somos masa, todos estamos sometidos a este incesante martilleo propagandístico. El martillo va cambiando, pero, si nos fijamos bien, veremos que quienes martillean, y sus objetivos últimos, son siempre los mismos. Los socialistas saben que, si quieren ser tomados en serio, no pueden seguir predicando literalmente Das Kapital en las universidades y el Manifiesto Comunista en las fábricas. Lo que sí pueden hacer es disfrazar las mismas ideas de modernidad y postmodernidad, según convenga, y seguir inyectándolas en la masa desde sus universidades y medios de comunicación, siempre más numerosos. El conflicto, se nos instruye, no es ya tanto entre burgueses y proletarios cuanto entre hombres y mujeres, blancos y negros, heterosexuales y homosexuales; y son necesarios ministerios, comisiones, consejerías, institutos y organizaciones de toda índole, sufragados con el dinero de todos e integrados por vanguardias concienciadas, para superarlos. (Cada vez que deja de discutirse la legitimidad de semejante uso del dinero público, y pasa a hablarse únicamente de la eficiencia en su gestión, el socialismo se apunta una nueva victoria.)
En la misma línea, intentar convencernos hoy en día —como lo hacían los “intelectuales con conciencia social” de hace sesenta años— de que los regímenes comunistas han sido el paraíso en la tierra, o de que no se han cobrado decenas y decenas de millones de vidas humanas, sencillamente no funcionaría. Los crímenes del comunismo internacional van saliendo a la luz, el intercambio de información se dinamiza implacablemente, y ni siquiera los socialistas más fanáticos pueden ya admitir tan burda tergiversación de la realidad. Ésta, pues, ha debido ser reemplazada por nuevos mitos. Uno de ellos es que la miseria de los países comunistas ha sido regularmente provocada por la hostilidad de las potencias capitalistas (bloqueos comerciales, amenazas militares…). Otro, que, en cualquier caso, el capitalismo ha causado más miseria, y el imperialismo (para Lenin, высшая стадия капитализма, estadio superior del capitalismo) más muertes, que el comunismo. Aquí, ahora bien, me centraré en un tercer mito que, por su singular trascendencia ontológica, reputo especialmente relevante. Me refiero al mito de que es posible el socialismo sin represión, en la medida en que ésta no es más que un desafortunado accidente de aquél.
Este mito se nos presenta frecuentemente en catchphrases del tipo de «la idea era buena, pero no supieron aplicarla»; «el problema fueron los líderes, que eran unos locos sedientos de poder», o «unos corruptos»; «el socialismo no era eso». Sin embargo, se añade, «el socialismo ha evolucionado» y «nosotros no somos comunistas: nosotros somos socialistas», o «progresistas», o incluso «socialdemócratas». (También el partido de Lenin, no lo olvidemos, se hacía llamar “socialdemócrata”. Sólo en marzo de 1918, ya en el poder, tuvo la franqueza de pasar a denominarse “comunista”.) Lo importante es que cale la idea de que la represión no es esencial al socialismo, y que, de hecho, es una degeneración de éste. Otro tópico, normalmente pronunciado con acento melancólico y entre suspiros, es: «todavía no hemos conocido el auténtico socialismo».
El mito del socialismo esencialmente no represivo casa bien con una condena firme de la “deriva represiva” de regímenes socialistas como el cubano o el venezolano, que ayuda a los socialistas de nuestro tiempo a mostrar una cara amable ante unas masas que, generalmente, coinciden en que dichos regímenes no constituyen ideal alguno de vida en común. Lo principalmente censurable en ellos «no sería el socialismo como tal», sino la falta de democracia, los presos políticos, el carácter tiránico de sus gobernantes… Pocos se dan cuenta, empero, de que comprar el relato de la “deriva represiva” de estos gobiernos, cuya ilegitimidad se reduciría a «haber traicionado el verdadero espíritu del socialismo» (que, en realidad, prescribiría tolerancia y elecciones libres), es asegurarle al socialismo una autoridad moral suprema, ilimitada y exenta de responsabilidad. La aparente humildad de estos “socialistas ilustrados” es una artimaña más para apuntalar la pureza de sus intenciones. La idea, inmune a toda crítica relativa a su efectiva realización, conserva así su atractivo a través de los siglos.
Así como el silencio muere en cuanto se lo invoca, el socialismo reaparece con más fuerza tan pronto es rechazado con argumentos superficiales. Quizá sus críticos deberíamos preguntarnos si, después de todo, no somos parcialmente culpables de que el socialismo siga gozando de tan buena prensa. Culpables por omisión: por no haber ido a la raíz del problema. La crítica histórico-periodística del socialismo es, naturalmente, importantísima. Es vital que las nuevas generaciones conozcan los crímenes del comunismo y sepan que éste ha fracasado inequívocamente en todos los países donde ha sido y es ensayado. Pero más importante todavía es que entiendan que estos fracasos y aquellos crímenes no han sido “una deriva” del socialismo, sino que constituyen su esencia misma. En otras palabras, que el socialismo es represivo (y empobrecedor) por definición.
A este respecto es imprescindible la lectura de “Centralizzazione e limitazione delle libertà personali”, lección impartida por Bruno Leoni en 1966 que, hasta el momento, no ha sido traducida a otros idiomas. En ella ilustra nítidamente cómo lo determinante de un régimen socialista es la planificación económica, esto es, la centralización de la adopción de decisiones económicas, la cual, a su vez, es incompatible con la libertad personal —que supondría exactamente la descentralización en la toma de dichas decisiones—; o, en otras palabras, requiere —insístase: por la lógica de su misma definición— una severa limitación de la libertad humana, decires la represión. No se trata, así, de que este o aquel régimen socialista en particular haya degenerado en despotismo y represión: es que este y aquel régimen, en tanto en cuanto que socialistas, son, por necesidad ontológica, despóticos y represivos; y, si no lo fueran, no podrían llamarse “socialistas”. «No hay planificación económica de las autoridades sin concentración del poder político en las manos de las mismas autoridades, y no hay concentración de estos poderes sin una limitación drástica o supresión de las libertades civiles».
Y es que «en estricto rigor, y siempre por definición, las autoridades se convierten entonces […] en los únicos operadores del proceso económico, mientras que todos los demás participantes resultan, eo ipso, relegados al rango de instrumentos en la ejecución de las directivas de aquellos únicos operadores». Al socialismo es inherente la instrumentalización del individuo, su concepción y utilización como un medio para la consecución de objetivos presentados como sociales. Evidentemente, cuando la tentativa educativo-persuasiva falla, la única manera de que el peón se adecue al plan social (que, como en una partida de ajedrez, perfectamente puede consistir en su sacrificio) la representan la intimidación y el castigo; en una palabra: la represión. La idea, explica Mises, «es tratar a los seres humanos igual que el ingeniero trata el material a partir del cual construye puentes, carreteras y máquinas. La voluntad del ingeniero social se impone a la de las distintas personas que planea usar para la edificación de su utopía. La humanidad pasa a dividirse en dos clases: el dictador todopoderoso, de un lado, y los subordinados reducidos a la condición de meros peones en sus planes y engranajes en su maquinaria, de otro».
Existen, sí —y esto es lo más habitual—, las economías mixtas, donde el poder político no aspira a erradicar el libre mercado, sino a encontrar el equilibrio entre su tolerancia y su intervención que maximice los niveles de recaudación. El Estado que aspira a mantenerse a largo plazo tiende a ser más parasitario que propiamente predatorio. En estos casos, ahora bien, la medida en que subsiste la libertad es la medida en que no hay planificación central (es decir, represión; es decir, socialismo), mientras que la medida en que la economía mixta puede afirmarse socialista es la medida en que efectivamente niega la libertad (es decir, la medida en que reprime). Sostener —en base a la entidad de estos híbridos— que el socialismo es sustancialmente libertad, o combinación armoniosa de libertad y planificación, es tan absurdo como sostener que el aceite es sustancialmente agua, o combinación armoniosa de aceite y agua, porque puede coexistir con el agua en un mismo recipiente.
Por otro lado, el hecho de que mayorías parlamentarias y gobiernos declaradamente socialistas, e incluso comunistas, toleren eventualmente una cierta libertad económica no debería distraernos de otro hecho mucho más relevante: basta una palabra suya para que dicha libertad —así como cualquier otra— cese. De igual manera que el esclavo es libre en sus sueños, pero basta una palabra del amo para que despierte y vuelva al trabajo. No es de extrañar que semejantes políticas de liberalización (como la Nueva Política Económica en la URSS) presenten siempre carácter excepcional. Los dirigistas, observa Leoni, «saben perfectamente que introducir el mercado más allá de un cierto límite significa aceptarlo, y por tanto transformar la economía planificada en una economía de mercado, lo que haría evidentemente inútiles a las autoridades de la planificación».
Una argucia con la que el socialismo intenta edulcorar su eleuterofobia es relativizar la importancia de la dimensión económica de la libertad. Su limitación sería compensada con una afirmación entusiasta y radical de otras formas de libertad: religiosa, sexual, artística… El ciudadano expoliado, vigilado en sus transacciones y castrado en sus perspectivas empresariales debería alegrarse sabiendo que, después de todo, puede hacer un montón de cosas, como por ejemplo: elegir libremente sus creencias religiosas, o la ausencia de las mismas; leer los libros y periódicos que guste; determinar su género, o abandonarse a las pasiones que su orientación sexual le sugiera; “decidir sobre su cuerpo”; escribir una novela, pintar un cuadro, etc. La libertad económica sería una parte muy pequeña de la Libertad. El embuste se remonta a la contraposición de liberalismo y liberismo en la reflexión del filósofo italiano Benedetto Croce, y, desde entonces, ha permitido a innumerables intelectuales y políticos socialdemócratas anunciarse como “liberales”.
Como señalara Rothbard en For a New Liberty (1973), esta estratagema adopta a menudo la retórica de una dicotomía entre “derechos humanos”, que el socialista jura y perjura defender, y “derechos de propiedad”, que no merecerían la dignidad de los primeros. Sin embargo, protesta Rothbard, unos y otros constituyen un todo. «Si un hombre tiene derecho a ser dueño de sí mismo, al control de su propia vida, en el mundo real también tiene que tener derecho a administrar y transformar recursos; tiene que poder poseer el suelo en el que opera y los recursos que debe usar. En definitiva, para sustentar su “derecho humano” —o su derecho de propiedad sobre su propia persona— también ha de tener un derecho de propiedad en el mundo material, en los objetos que produce». De otro modo —y esta crítica es peculiarmente aplicable a Croce—, se entiende al individuo como una abstracción etérea. «Los derechos de propiedad son derechos humanos, y son esenciales a los derechos humanos que los liberales [en sentido norteamericano; léase socialdemócratas] se afanan en promover». Por ejemplo, no hay derecho a la prensa libre sin derecho de propiedad sobre la imprenta.
Otra argucia, complementaria respecto de la anterior, es la reivindicación de una supuesta “libertad positiva” frente a la libertad puramente “negativa” del liberalismo (esta vez en sentido europeo, como doctrina política favorable a la autonomía real del individuo y la consiguiente contención del poder político). La libertad —proclama este sofisma— no sería únicamente, ni siquiera principalmente, la ausencia de coacción, sino también la ausencia de pobreza, de analfabetismo, de enfermedad, de discriminación, de infelicidad… y, correlativamente, la presencia de una serie de contenidos positivos: el bienestar, la formación, la salud, la integración, la felicidad, etc. Puesto que estos contenidos positivos sólo podrían ser asegurados mediante una renuncia al contenido negativo de la libertad como ausencia de coacción, la libertad pasaría a ser esencialmente coacción. Tesis, ésta, que encuentra un poderoso precedente en las Grundlinien der Philosophie des Rechts (1820) de Hegel.
La aportación de Bruno Leoni es muy interesante también en este punto. Los dos primeros capítulos de su magnum opus, Freedom and the Law (1961), exploran precisamente el extraño fenómeno por el cual el concepto de libertad ha llegado a significar una cosa y, al mismo tiempo, su exacta oposición. Es verdad, advierte Leoni, que la idea de libertad implica necesariamente una cierta coacción (constraint), en la medida en que una persona «no puede decirse “libre frente” a otras personas si éstas son “libres” de coaccionarla», y, a contrario sensu, «toda persona es libre si puede obligar [constrain] de alguna manera a otras personas a abstenerse de coaccionarla [to refrain from constraining him]». Dicho lo cual, la libertad «en lenguaje ordinario nunca es coacción, y la coacción que inevitablemente está ligada a la libertad es sólo una coacción negativa; esto es, una coacción impuesta solamente para que otras personas renuncien a su vez a coaccionar». La innegable concurrencia de semejante elemento coactivo en la idea tradicional —y todavía predominante en el lenguaje ordinario— de libertad no justifica, en absoluto, la proposición de que «un “incremento de libertad” pueda ser de alguna manera compatible […] con un “incremento de la coacción”».
Atribuir un contenido positivo al concepto de libertad sólo es admisible metafóricamente, y con carácter semánticamente accesorio respecto de un contenido negativo consistente en la ausencia de coacción sobre la acción del individuo. Una afirmación como «la democracia inglesa goza de buena salud» expresa un mensaje inteligible en la estricta medida en que su receptor sea consciente de que constituye una metáfora, a su vez reconducible a un significado originario del término “salud”: estado de completo bienestar físico y mental. Del mismo modo, entender la exclamación «¡me siento libre!», efectuada por una persona que acaba de superar una enfermedad, requiere darse cuenta de que el concepto de libertad se está utilizando en sentido figurado, comprensible únicamente como extrapolación metafórica de la idea de servidumbre a la sensación de postración del enfermo, y, coherentemente, de la idea de liberación —que originariamente es “liberación de la coacción”— a la recuperación de la salud. Sería un error que alguien (por ejemplo, un extranjero que no conociera bien el idioma), a raíz de esta experiencia, se formara la conclusión de que “libertad” significa fundamentalmente “estado completo de bienestar físico o mental”. Por su parte, predicar semejante conclusión como teoría política a sabiendas de su falsedad no es un error, sino una canallada.
Desplazar el núcleo ontológico de la libertad hacia valores políticos o sociales positivos para cuya denominación ya existen otras voces que remiten inequívocamente a ellos (justicia, igualdad, poder adquisitivo…) es, en efecto, un abuso del lenguaje. Si algún día la libertad pasa a significar principalmente esto (por ejemplo, “tener un coche” antes que “ostentar la facultad legalmente sancionada de disponer del propio patrimonio como uno considere oportuno”) en la mente de los usuarios de nuestro idioma, será necesario un nuevo término con el que describir la situación jurídico-política del hombre dueño de su propia vida en contraste con la del siervo. Pero, ¿qué palabra mejor que “libertad”? Y, ¿qué necesidad de llamar “libertad” a lo que ya se llama de otra manera, con independencia de la jerarquía de valores políticos y sociales que uno tenga? El único motivo concebible es hacer del lenguaje un arma política, asociar la noción de “socialismo” a la de “libertad”, que todavía hoy conserva sus connotaciones positivas, y disociarla de la de “represión”, que sigue sonando mal. No en vano advierte Leoni que «todas las teorías socialistas de la llamada “explotación” de trabajadores por sus empleadores —y, en general, de “los que no tienen” por “los que tienen”— están, en último término, basadas en esta confusión semántica».
Probablemente los más férreos valedores de la planificación económica (esto es, de la represión en un ámbito donde la libertad, arguyen, sería menos significativa) nunca aceptarían como legítima una restricción de su libertad para elegir, por ejemplo, con quién contraer matrimonio. Sería extremadamente difícil convencerles de que la libertad auténticamente humana es la libertad económica, mientras que la facultad de elegir con quién pasar el resto de nuestras vidas no es realmente tan importante, y nuestra dignidad no se ve afectada por delegarla en un comité de expertos. Sería vano alegar que la libertad de dos personas de unirse en matrimonio genera desigualdades e injusticias, o que puede resultar incompatible con valores positivos como la multiculturalidad, habida cuenta de que los cónyuges tienden a compartir unos mismos valores religiosos y morales. Afortunadamente, muy pocas personas abrazarían este planteamiento del problema de la libertad. Sin embargo, y merced a una campaña propagandística millonaria, global e imperecedera, el socialismo ha conseguido que se acepte mayoritariamente este mismo planteamiento formulado inversamente: el principio no menos absurdo de que la libertad genuina reside privativamente en aquellos aspectos de la autonomía individual que no estorban su programa parasitario-expropiatorio. Principio al que, como no pudiera ser de otra manera, subyacen siempre las pretensiones totalitarias de los aspirantes a miembros del comité de expertos en cuestión.
Aun suponiendo, for the sake of argument, que la libertad en su proyección económica sea menos definitoriamente libertad, o que su negación no equivalga a represión, Leoni muestra cómo la planificación económica es también incompatible con aquellas libertades que, ocasionalmente y a conveniencia, el socialismo afirma superiores a la económica y contradictorias respecto de ella. Incompatible, insístase, no sólo en la experiencia histórica, lo cual resulta tan obvio que —como apuntábamos— ni siquiera los socialistas osan ya negarlo; sino ontológicamente incompatible, por las mismas implicaciones lógicas de la centralización económica. «La concentración de las decisiones económicas», explica, «vendría paralizada, o subvertida, si no le correspondiese la concentración de una serie de poderes políticos y la supresión de las libertades civiles», teniendo en cuenta que «si los electores pudieran votar con verdadera libertad y elegir entre más candidatos o listas, tendrían la facultad de condicionar de esta manera la política legislativa [a través de la cual han de implementarse aquellas decisiones]» y que «si los ciudadanos tuvieran la facultad de promocionar ideas y llevar a cabo acciones destinadas a modificar el régimen político, tendrían también eo ipso la posibilidad de determinar, más o menos a largo plazo, la modificación de los planes económicos de las autoridades, lo que es contrario al sistema de planificación».
En realidad, no es fácil pensar en una libertad que no pudiera colisionar, en un momento dado, con los nobles objetivos de la planificación económica y social. Incluso una libertad personalísima, y aparentemente inofensiva a nivel macroeconómico, como la de unirse en matrimonio podría —tal y como hemos visto— cuestionarse en estos términos. A todos los efectos, la única “libertad” concebible en el socialismo es su acepción “positiva”: i.e., precisamente aquélla que subvierte su significado originario, permitiendo, verbigracia, considerar “libre” al disidente sometido a trabajos forzados y lavado de cerebro en un campo de reeducación en Xinjiang.
Hace exactamente cien años, el socialista español Fernando de los Ríos visitó la Rusia revolucionaria. Cuando se reunió con Lenin y le preguntó cómo y cuándo pensaba que se podría pasar del «actual período de transición» (eufemismo para referir un macabro espectáculo de represión y miseria que, al parecer, no le había causado muy buena impresión) a «un régimen de plena libertad para sindicatos, prensa e individuos», el dirigente bolchevique aclaró: «Nosotros nunca hemos hablado de libertad, sino de dictadura del proletariado. […] el problema para nosotros no es de libertad, pues respecto de ésta siempre preguntamos: ¿libertad para qué?». Por las redes sociales circula la grabación de una charla de Pablo Iglesias, líder del partido comunista español Podemos, donde —en un ambiente de manifiestas intimidad y confianza con un pequeño grupo de correligionarios— argumenta que la locución “dictadura del proletariado” «no mola nada, no hay manera de vender eso»; mientras que la palabra “democracia”, por su parte, «mola, con lo que tendremos que disputársela al enemigo». La suavidad pedagógica de la propaganda socialista dirigida a las masas ha contrastado siempre con la franqueza de sus propagandistas en petit comité. A quienes, seducidos por sus promesas, desconfíen de las consideraciones precedentes y sigan creyendo —o queriendo creer— que es concebible un socialismo sin represión, sólo queda sugerirles presenciar cómo los educadores veteranos enseñan a los educadores principiantes a educar.
Luca Moratal Roméu es italo-español. Católico, liberal y aristotélico. Quasi Doctor en Derecho. Escritor, investigador y, ocasionalmente, asesor comercial en Rusia. Madridista.
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Excelente artículo.
¿Qué diría a las personas que hoy en día en sociedades capitalistas se sienten reprimidas por verse con acceso restringido o sin acceso a bienes y/o servicios por altos precios como es el caso de seguro médico o medicamentos en EE.UU, al igual que personas en sociedades capitalistas que viven con un sentimiento que su único valor es su aporte laboral en un mercado muy competitivo y piensan que una sociedad socialista o bien comunista elimina esta sensación de represión social, económica y psicológica?
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Querido Lector:
Muchas gracias por el tiempo que ha dedicado a leer este artículo y por su amable comentario.
Creo que las personas que menciona yerran en el diagnóstico de sus sentimientos. Es, hasta cierto punto, normal que lo hagan, de la misma manera que los no versados en Medicina erramos con frecuencia en el diagnóstico de nuestras dolencias. No obstante, y de la misma manera que el médico no podrá dejarse vincular por el diagnóstico intuitivamente aventurado por el paciente, tampoco el científico social debería aceptar acríticamente que términos como «represión» o «libertad» signifiquen todo aquello que determinados sujetos asocien a ellas. Máxime cuando media un esfuerzo distorsionador significativo, y cuando las consecuencias políticas de semejante distorsión pueden llegar a ser muy graves.
Nadie osará negar que los sentimientos que Vd. describe existen, son plenamente legítimos y deben ser tenidos en cuenta en la valoración de un sistema social. Ante ellos, sin embargo, sería importante puntualizar que «represión» no es la palabra adecuada para designar sus problemas: en el primer caso podríamos llegar a hablar de «injusticia» (si consideramos, como es el caso de quien escribe estas líneas, que todos deberían tener acceso a una serie de bienes y servicios básicos); en el segundo, quizá de «frustración». Hablar de represión en estos casos no hace sino dar pie a una contradicción inevitable, ya que «liberar» a estas personas de lo que ellas mismas consideran «represivo» demandaría ejercer represión en sentido estricto (sobre aquellas personas que habrían de pagarles los bienes y servicios de los que carecen, o que serían obligadas a modificar su comportamiento para que otras no se sintieran «laboralmente reprimidas»). Cuando se llega a la conclusión de que libertad y represión son sinónimos, es el momento de revisar las premisas.
Por otro lado, intentaría explicar a estas personas que, de cara a superar sus problemas, pueden encontrar su mejor aliado en la libertad (entendida rectamente, como ausencia de coacción), así como deberían reconocer en la represión (también rectamente entendida: como centralización de las decisiones en una instancia ajena a la persona) su peor enemigo. Muchas veces consideramos EEUU un ejemplo de país libre en materia económica, pero la realidad es mucho más compleja. El de la sanidad, por ejemplo, es un sector muy intervenido. A pesar de no existir una sanidad pública, abundan las regulaciones que obligan a las compañías aseguradoras a asumir determinados costes, que éstas repercuten en el precio de las pólizas (lo cual explica, al menos parcialmente, el elevado precio de la sanidad en contraste con otros países). Un mercado realmente libre, sin barreras artificiales de acceso, debería hacer accesible la sanidad a un precio razonable. Creo que, siendo así, el porcentaje de ciudadanos que no podrían permitírsela sería muy reducido. Personalmente, creo, como Hayek, en un Estado mínimo cuya competencia se extienda a asistir estas situaciones de excepcionalidad. Pero ahí ya nos apartamos demasiado del discurso.
Si desea profundizar en algún punto, quedo a su disposición.
Cordialmente,
LMR
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