Libertad o barbarie: Crítica de PANDEMIC! COVID-19 Shakes the World, de Slavoj Žižek

Así como es la perseverancia en la investigación farmacológica, y no su abandono, lo que conduce a la paliación de los efectos secundarios de los medicamentos por ella misma desarrollados, será la perseverancia en la libertad económica lo que nos traerá la victoria en la lucha contra el virus.

Luca Moratal Roméu

No habían transcurrido ni dos semanas desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) elevara la epidemia COVID-19 a la categoría de “pandemia” cuando, el 24 de marzo, OR Books anunció la publicación de un libro del mismo nombre; eso sí, en mayúsculas y acompañado de un signo de exclamación, y no exento de un juego de palabras entre PANDEMIC! y PANIC! que hace el título imposible de traducir a cualquier otro idioma. El libro (léase librito, panfleto o manifiesto, que comprende poco más de cien páginas de fácil lectura en formato amigable) es autoría de Slavoj Žižek, lo que explica satisfactoriamente el tempismo de la publicación y los repetidos excesos y excentricidades ordenados a cautivar la atención del lector.

Debo confesar que criticar a Žižek me produce una cierta vacilación. No puedo evitar sentirme como si estuviera a punto de rebatir solemnemente a un stand-up comedian que tan sólo pretendía entretenernos con su mejor voluntad. ¿Y si era todo un chiste, o un juego, que quienes carecemos de sentido del humor —o de la intrascendencia— hemos errado en tomar en serio? Imagino que algo similar debía de sentir Jordan Peterson en su célebre debate con él, cuando, cada vez que el primero concluía una argumentación brillante en torno a la responsabilidad individual, las inconsistencias del marxismo o el misterio de la felicidad humana, Žižek replicaba con una broma, una anécdota o un exabrupto que, de alguna manera, venían a dar la razón a su contrincante al tiempo que contribuían a difuminar la importancia de que la tuviera. Y es que, en Žižek, no importa tanto que las ideas correspondan a los hechos cuanto llamar la atención acerca de aquellos hechos que, con independencia de todos los restantes, hacen atractivas dichas ideas.

Aunque con carácter general le sea incómoda una postmodernidad que continuamente denuncia con sincera vehemencia, en esta relativización de la autoridad de los hechos y de su interpretación congruente Žižek es un hombre de su tiempo. Que es también el nuestro. Un tiempo definido, en una medida mucho mayor que el de Ortega, por unas masas infatuadas que han reemplazado el pensar por el sentir, la sabiduría por la ideología y la escucha por la opinión, y que ni siquiera son conscientes de que todos los eslóganes en los que resumen sus aspiraciones no son sino la vulgarización última de doctrinas bicentenarias. Así las cosas, que este tiempo haya encontrado, al menos para determinados efectos, una voz preeminente en Žižek, es motivo suficiente para sobreponerse a las reservas inicialmente declaradas y tomar en serio la que probablemente sea, hasta el momento, la publicación de temática filosófico-política más influyente de la “era COVID”.

Stay home and think about what you’ve done

La premisa que justifica e informa PANDEMIC! viene a ser la siguiente: el capitalismo, en su actual fase neoliberal, es responsable de la crisis global que viene suponiendo el Coronavirus, y, por lo demás, no es capaz de darle una respuesta eficaz, civilizada y humana. «No hay retorno a la normalidad; la nueva normalidad tendrá que ser construida sobre las ruinas de nuestras antiguas vidas, o nos encontraremos en una nueva barbarie cuyos rasgos ya se disciernen claramente». Puesto que aquellos elementos del capitalismo que han provocado esta crisis y lo hacen incapaz de abordarla con un mínimo de solvencia son, precisamente, aquellos que lo distinguen del comunismo, sólo este último puede salvarnos y guiarnos en esta reconstrucción.

Todo el ensayo aparece impregnado de un reproche del sistema moral, político y económico presuntamente vigente en las democracias occidentales. Como si Žižek se dirigiera a quienes no han sido suficientemente críticos con él y les invitara —aprovechando su situación de reclusión domiciliaria— a “pensar en lo que han hecho”. En este punto, apremia en primer lugar impugnar la asunción, tan infundada como extendida, de que las democracias occidentales se rigen por el modelo de organización social que Žižek les atribuye gratuitamente: individualista en lo ético, liberal en lo político y capitalista en lo económico. Lo cierto es que la humanidad atraviesa una de las fases más colectivistas de su historia. A excepción de los regímenes totalitarios stricto sensu del siglo pasado, nunca los pueblos de tradición europea han aceptado una expansión semejante del margen de actuación de los gobernantes a expensas de la libertad individual. Más imperioso parece que quienes “piensen en lo que han hecho” sean los partidarios del ideario revolucionario francés efectivamente predominante.

Con todo, es razonable que también quienes nos batimos por la soberanía del individuo y un aplacamiento sustancial del poder político nos demos por interpelados. A pesar de que nuestras ideas no puedan ser responsables de la presente crisis (por el simple hecho de que, hoy en día, su aceptación es ínfima), ¿nos obliga ésta a reconsiderar aquéllas? Para evidente satisfacción de Žižek y los espíritus colectivistas, ha quedado patente que, ante una emergencia sanitaria de estas características, la única manera de salvaguardar los bienes superiores que constituyen la vida y la salud de las personas (el colectivismo dirá “la salud pública”) es la limitación de determinados derechos y libertades individuales. Pero esto es perfectamente subsumible en el credo liberal. Quizá un anarcocapitalista sí deba emprender un esfuerzo imaginativo algo más ambicioso para explicarnos cómo una sociedad sin Estado se las arreglaría para aplicar eficazmente las medidas necesarias para la contención de los contagios, sean éstas cuales fueren. Para un liberal clásico, sin embargo, e incluso para un liberal minarquista a lo Ayn Rand o Robert Nozick, que el Estado deba restringir de esta manera determinadas libertades individuales no supone trastorno alguno en sus principios ético-políticos, en la medida en que se admite la necesidad de un Estado mínimo cuya función primaria (liberalismo clásico) o exclusiva (liberalismo libertario o minarquista) consiste precisamente en tutelar la integridad y derechos de sus ciudadanos. Que la protección de personas ancianas —que no por ir a hacer la compra o al centro médico dan su consentimiento al riesgo de ser contagiadas— demande, por ejemplo, la obligatoriedad del uso de la mascarilla no es, insístase, un “desafío” para el liberalismo, sino pura y simplemente una aplicación de sus categorías más básicas.

Podrán darse dificultades en la delimitación del riesgo para la salud de las personas que el Estado esté dispuesto a tolerar antes de intervenir. El riesgo 0 es, desde luego, incompatible con toda forma de civilización: lo mismo con relación a esta pandemia que tratándose de cualquier otra actividad humana. «Por ejemplo», ilustra esto Nozick, «se podría considerar que la minería o el tráfico ferroviario son lo suficientemente valiosos para ser permitidos, aunque ambos presenten un riesgo para el viandante no menor al de una ruleta rusa forzosa con una bala y n recámaras (con n fijado adecuadamente), que está prohibida por no ser suficientemente valiosa». Entre el riesgo 0 y la total ignorancia del problema existe una inagotable escala de grises cuyo punto de equilibrio está, naturalmente, abierto a discusión. El liberalismo carece de fórmulas mágicas para determinarlo con precisión. Pero su predicación esencial contempla los conflictos de intereses y las situaciones de crisis con tanta sensatez, y tan poco dogmatismo, como cualquier persona no ideologizada que aspire a la contención de esta pandemia a un precio menor que el de su libertad.

«En tiempos de epidemia», afirma Žižek, «se necesita un Estado fuerte, ya que medidas a gran escala como las cuarentenas deben ser ejecutadas con disciplina militar». En este sentido, a Žižek le atormenta imaginar «amplias hordas de libertarios, portando armas y sospechando que la cuarentena es una conspiración del Estado», rebelándose contra unas medidas que en un país como China son dócilmente aceptadas. Contra sus aprensiones, lo que estos meses de crisis nos han revelado es que la principal amenaza para las sociedades no proviene de la insubordinación de «amplias hordas de libertarios» (cuyo ideario, en principio, no debería sancionar la inobservancia de medidas de seguridad sanitaria proporcionadas y razonables), sino de los abusos de gobiernos investidos de poderes casi absolutos bajo el pretexto de la crisis sanitaria. El de España es un caso extremo. Aquí un gobierno socialista ha mantenido familias con niños pequeños encerradas en pisos diminutos durante un mes y medio (a diferencia del resto de países de Europa, sin opción de salir a la calle ni tan siquiera una hora al día), mientras suspendía la vigencia de la Ley de Contratos del Sector Público para adquirir, de empresas sin identificar, material sanitario a un precio cinco veces superior al de mercado; compraba masivamente apoyo popular a través de subvenciones y ayudas varias; perseguía periodistas disidentes, y monitorizaba opiniones críticas en redes sociales. Frente a esta amenaza, que es la verdaderamente alarmante, es vano buscar soluciones en ideologías precisamente fundadas en el sacrificio incondicional del individuo a los designios de la colectividad, encarnados en los caprichos de sus vanguardias y burocracias. Sólo el liberalismo puede salvaguardar la independencia del hombre qua hombre, sin rehuir las limitaciones de derechos y libertades que puedan ser estrictamente necesarias.

El mito del mando único

Muy relacionado con este miedo a la libertad que quiere culparla de la crisis que atravesamos se presenta un cliché, casi un mito, del que se ha apropiado la derecha política en muchos casos. Me refiero a la idea de que emergencias como la actual requieren un mando único: normalmente asumido por el gobierno central de cada país, si bien otras voces claman por un mando único europeo, mientras que Žižek parece anhelar un mando único mundial.

En realidad, lo que este tipo de emergencias requiere es coordinación, disciplina (no necesariamente militar) y, por encima de todo, protocolos objetivos. Pero estas tres directrices son perfectamente compatibles con la descentralización: la ejecución de protocolos uniformes de actuación ante amenazas terroristas o catástrofes naturales, que rara vez va acompañada de la concentración del mando sobre las distintas unidades implicadas, da buena cuenta de ello. Se dirá que el problema en este caso es precisamente la falta de dichos protocolos, que, en un mundo globalizado, deben estar internacionalmente armonizados. No se entiende por qué su existencia debiera representar una dificultad, teniendo en cuenta que en otros ámbitos (por ejemplo, el de la navegación aérea) dichos protocolos existen y son universalmente aceptados; la responsabilidad de los gobiernos y las organizaciones internacionales (muy destacadamente, la OMS) en este sentido no debería soslayarse. Ahora bien, teniendo en cuenta la realidad presente —que nos enfrentamos a una pandemia sin disponer de dichos protocolos objetivos, uniformes y generalmente aceptados—, abrazar la opción del mando único no deja de ser un acto de fe. Significa aceptar acríticamente la idea de que las soluciones improvisadas por un poder central, por el mero hecho de imponerse en todo un territorio nacional (o continental o planetario), van a ser mejores que las que puedan improvisar unidades territoriales más pequeñas en competencia unas con otras. Dicha competencia, naturalmente, no es tampoco una panacea; pero, por lo menos, debería favorecer dos resultados muy deseables: una comparación de distintas experiencias en la gestión de la crisis y, como consecuencia de esto, una mayor presión por parte de la sociedad civil en el sentido de una adopción generalizada de aquellas formas de gestión que se hayan revelado más eficaces.

Una variante agravada de este mito propugna no sólo la concentración, en una sola autoridad, de la adopción de aquellas medidas específicamente dirigidas a reducir los contagios, sino, con carácter general, la centralización de la toma de decisiones económicas. El caso de Žižek es paradigmático. Dado que esta crisis no es sólo sanitaria, sino también económica y psicológica —razona el esloveno—, «el cambio va a afectar a todo», lo cual nos obliga a «aprender a pensar fuera de las coordenadas del mercado de valores y el beneficio, y simplemente encontrar otra manera de producir y asignar los recursos necesarios» (la cursiva es mía). Žižek demuestra lo simple que resulta esta operación esclareciendo en qué habría de concretarse esta nueva manera de asignar (allocate) recursos: «Cuando las autoridades se enteran de que una empresa está almacenando millones de mascarillas, esperando el momento adecuado para venderlas, no hay negociación que valga con la empresa: esas mascarillas deberían ser simplemente confiscadas» (cursiva nuevamente mía).

Žižek, recordemos, escribe en marzo de 2020. Pues bien, lo que varios meses de crisis —en las tres dimensiones por él apuntadas— nos enseñan es precisamente la lección inversa: en el mercado (no sólo de valores) y el beneficio, la humanidad ha encontrado su mejor aliado. Invariablemente, los sectores que mejor han satisfecho la demanda de los consumidores han sido los menos intervenidos. En el caso español, no hay más que comparar la ineficiencia en la compra de material sanitario, asumida por el mando único estatal, con el desempeño, a todas luces sobresaliente, del sector de la alimentación. En este sentido hay que recordar también cómo hospitales privados y hoteles han contribuido decisivamente a amortiguar el desbordamiento del sistema público de salud. Seguir el programa de confiscaciones y requisas propuesto por Žižek podría haber proporcionado varios millones de mascarillas en un primer momento, pero no habría tardado en producir el efecto contrario al deseado. ¿Qué empresa seguiría produciendo mascarillas, o cualquier otro artículo, para un comprador que le exige exclusividad y la potestad de determinar unilateralmente las condiciones de cada compraventa? Sería menester el trabajo esclavo de los fabricantes de mascarillas hasta que un ejército de funcionarios aprendiera a fabricarlas en las (expropiadas) instalaciones de los primeros. Escenario, éste, que quizá empieza ya a aproximarse a la respuesta «humana y civilizada» que Žižek tiene en mente, y que, por otro lado, ya ha sido ensayado en nuestro país, cuando en 2010 se obligó a trabajar a los controladores aéreos a punta de pistola.

Encontrar una manera eficiente de producir y asignar recursos alternativa al mercado no sólo no es simple: es imposible. Que ni siquiera los gobiernos más socialistas se hayan atrevido a tomar el control de sectores neurálgicos como el alimentario o el del equipamiento médico, como lo hubiera querido Žižek, es una admisión tácita de este hecho. Pero ni siquiera era necesario que la experiencia nos lo confirmara. La más elemental lógica apriorística basta para darse cuenta de la irrealidad del supuesto enunciado por Žižek: Si un fabricante de mascarillas las almacena esperando a un supuesto mejor momento para venderlas, no tardará en aparecer otro deseoso de satisfacer esa demanda. Siempre y cuando, claro está, el intercambio sea libre.  

El capitalismo: ¿problema o solución?

Žižek presupone la imputabilidad de la pandemia al capitalismo como un hecho tan evidente que ni siquiera reputa necesario explicitar los contornos de semejante evidencia. Una lectura intencionadamente ordenada a descifrarlos parece apuntar a las temibles hordas de libertarios antes mencionadas, pesadilla žižekiana que dejaremos a la consideración de su psiquiatra, y a una «tremenda actividad de transformación de la naturaleza» en un mundo cada vez más interconectado. De la misma manera que, cien años atrás, nunca habríamos oído hablar de la erupción volcánica islandesa que en 2010 obligó a paralizar el tráfico aéreo en toda Europa, tampoco este virus se habría extendido con la misma letalidad. La idea —insisto, nunca claramente formulada— parece ser la siguiente: el progreso que ha venido de la mano del capitalismo es, en sí mismo, positivo (y, aunque no lo fuera, no hay marcha atrás), pero, por otro lado, el sistema capitalista se está revelando incapaz de contrarrestar sus efectos más perniciosos.

La velocidad con la que se ha propagado el coronavirus es, naturalmente, efecto colateral de los —muy moderados, frecuentemente vigilados y siempre parasitados— niveles de libertad de empresa e intercambio actualmente tolerados por los gobiernos. Un capitalismo muy relativo que subsiste por delegación de los poderes públicos y a pesar de ellos, y cuya intervención lo condena a la inestabilidad permanente de los ciclos económicos; pero un capitalismo que, por la fuerza de su propia dinámica, sigue deparando cotas notables de progreso y prosperidad. Lo que Žižek no entiende es que hacerle una enmienda a la totalidad al capitalismo por un efecto colateral como es esta pandemia es lo mismo que hacérsela a la investigación farmacológica por los efectos secundarios que en ocasiones producen los medicamentos. De igual manera que los antibióticos han hecho mucho más bien al ser humano que daño sus efectos secundarios, el bienestar material y los avances científico-técnicos que se han conquistado en libertad son infinitamente más significativos que cualquier tara que pueda atribuirse al capitalismo.

Pretender que el comunismo, en cualquiera de sus formas —aunque se trate de una tan ambigua como la que nos propone Žižek—, posee la capacidad de ahorrarnos los efectos adversos del capitalismo sin afectar sustantivamente a sus logros actuales y potenciales, es, sencillamente, falaz. A quienes se sientan tentados a creerlo recomiendo encarecidamente un libro titulado Ost Minus West Gleich Null (1960), de Werner Keller, traducido al inglés como East Minus West Equals Zero. En él su autor demostraba exhaustivamente cómo, constituyendo en aquel momento la Unión Soviética una potencia industrial y militar, ello se debía exclusivamente a la ciencia y tecnología originadas en Occidente. La URSS fue experta en beneficiarse del progreso burgués, pero se mantuvo siempre absolutamente incapaz de descubrir o inventar nada relevante. Algo equivalente ocurre hoy con China, que cada año envía cientos de miles de estudiantes a universidades americanas e inglesas con el fin de imitar lo que sólo las mentes libres —o, por lo menos, semilibres— están en condiciones de concebir. Y es que, como observa Constantine Fitzgibbon en su introducción a la edición americana de aquella obra, «los logros permanentes y continuados en ciencia y tecnología dependen […] de la libertad intelectual», de suerte que «a medida que al individuo se le niega la libertad en amplias esferas de su vida, los manantiales de la vitalidad intelectual se desecan».

Rechazar de plano la libertad, y, con ella, el estímulo, es también cerrar la puerta a una solución (científica, tecnológica, comercial, informativa…) que sólo puede venir de la mano del capitalismo. Así como es la perseverancia en la investigación farmacológica, y no su abandono, lo que conduce a la paliación de los efectos secundarios de los medicamentos por ella misma desarrollados, será la perseverancia en la libertad económica lo que nos traerá la victoria en la lucha contra el virus. Pese a ser comunistas convencidos y profesionales abnegados, cientos de miles de científicos soviéticos en régimen de esclavitud no aportaron a la ciencia ni una milésima parte de cuanto lo hicieron sus homólogos occidentales. Acostumbrado a multiplicar, un esclavo es incapaz de crear. Y es que, cuando se trata de estimular la inventiva y despertar el genio, la única garantía de éxito es algo tan humano como el beneficio (profit). Desconfiemos siempre de quienes desconfían de él.

El comunismo de Žižek

Es paradójico que Žižek denuncie el «retorno triunfante del capitalismo animista, que trata los fenómenos sociales, como los mercados o el capital financiero, como entidades vivas». La extrapolación de las categorías anatómicas a las ciencias sociales —muy útil a efectos analíticos y, sobre todo, didácticos— es recurrente en el pensamiento occidental desde Platón. Su práctica, por lo demás, ha sido profusa tanto en la tradición colectivista como en la individualista; el panfleto de Herbert Spencer The Classification of the Sciences: To which are Added Reasons for Dissenting from the Philosophy of M. Comte (1864), donde compara su “animismo social” con el del filósofo francés, es elocuente acerca de la idoneidad de esta perspectiva para sistemas muy dispares en términos antropológicos, éticos y políticos. En realidad, el peligro de aquélla radica en la facilidad con que se tiende a olvidar su virtualidad privativamente metafórica; como, dicho sea de paso, se da de manera más evidente en Das Kapital, y no dejar de apreciarse en la obra del mismo Žižek. Y es que a esta amnesia —más o menos deliberadamente originada— es singularmente propenso el colectivismo, con su reivindicación de una mente colectiva (Overmind) que hace de la individual una simple ilusión burguesa, y más específicamente la manifestación estatista de dicho colectivismo, con sus ininterrumpidas apelaciones al “interés general”, a la “voluntad popular” y a la “salud pública”, respaldadas por una teoría del Estado consistente en la atribución al mismo de cualidades humanas —cuando no propiamente divinas.

Žižek nos tranquiliza. El “comunismo” que él tiene en mente no es el monstruo burocrático-represor soviético, ni el chino, sino “sencillamente” una serie de medidas percibidas como restrictivas de libertades individuales inspiradas por un espíritu de solidaridad y regidas por «algún tipo de cooperación internacional efectiva […] organizada para producir y compartir recursos». Un liberal podría observar que este mecanismo de «cooperación internacional efectiva […] organizada para producir y compartir recursos» existe desde hace miles de años (bajo el nombre de “mercado”), y que —de acuerdo con lo anteriormente expuesto— sus principios políticos no tienen nada que objetar a una limitación de libertades individuales proporcional al bien a proteger (la salud). Pero referirse a esto como “comunismo” no se justifica, y, efectivamente, tan ambigua exposición de sus propuestas parece ser más bien un eufemismo al que subyace un anhelo genuino de más Estado y, consecuentemente, menos libertad. También aquí, no obstante su apariencia excéntrica y su retórica revolucionaria, es Žižek un hombre de su tiempo.

Eleuterofobia y autoayuda

Cuando aborda algo tan grave como lo son el diagnóstico de una crisis global y la enunciación de propuestas para superarla, lo mínimo exigible a un intelectual de renombre es claridad. Žižek es irregular en la satisfacción de este criterio. Invariablemente eleuterófobo, no siempre sabemos cuándo es la suya una eleuterofobia política —que es la que aquí interesa, y la que debería preocuparnos— y cuándo se trata, simplemente, de una eleuterofobia como propuesta terapéutica personal.

Al exhortar a los gobiernos a tomar el control absoluto de la economía o a movilizar (no contratar: movilizar) a la población inmune para la cobertura de los servicios esenciales, es indubitable que Žižek está abogando por una deriva política totalitaria bajo el pretexto de una situación de crisis; análogamente a como lo hicieron comunistas, fascistas y nacionalsocialistas en el siglo pasado. Otras veces, sin embargo, la naturaleza de sus reflexiones no es tan claramente político-prescriptiva, aproximándose más a lo político-descriptivo, lo psicológico-descriptivo e incluso lo psicológico-prescriptivo. Estas dos últimas orientaciones son, en principio, inofensivas, y no quedaría más que preguntarse por su valor como literatura de autoayuda.

La degeneración del ensayo en la autoayuda es una tendencia cada vez más extendida. Acaso su mejor exponente sea Byung-Chul Han, a quien Žižek cita y, en este sentido, imita parcialmente. Así, por ejemplo, cuando distingue entre trabajos que valen la pena (el de un médico) y trabajos que no («el estúpido afán de tener éxito en el mercado»). El trabajador que se autoexplota (beutet sich selbst aus) en su oficina doméstica debería tomar conciencia de la intrascendencia de su agotamiento en comparación con el de aquellos que se agotan «en beneficio de la comunidad». O cuando nos explica que, como sociedad, atravesaremos las cinco fases —negación, ira, negociación, depresión, aceptación— que atraviesa el paciente al que diagnostican una enfermedad terminal. También cuando invita a los votantes de Netanyahu y partidarios del Brexit, amén de los defensores del capitalismo, a aprovechar el confinamiento para darse cuenta de lo equivocados que están y avergonzarse de sus ideas, y cuando, en las últimas páginas, sugiere abandonarse a cualquier actitud que ayude «a evitar un colapso mental». 

Creo que cada uno es libre de enfrentarse a las dificultades como estime oportuno, siempre que ello no implique lesionar los derechos de los demás, y tampoco me siento especialmente autorizado para rebatir el valor terapéutico de los escritos de Žižek. Dicho lo cual, mi consejo, también en esta materia, es recelar de toda sobresimplificación. Dividir las profesiones en worthwhile y stupid por la tangibilidad inmediata de sus productos es desentenderse de la experiencia: El hecho de que el mercado retribuya —en ocasiones, nada mal— innumerables actividades que Žižek englobaría en la segunda categoría (como la que él mismo cultiva, consistente en escribir libros) debería hacernos pensar que, a lo mejor, estos trabajos son más worthwhile que stupid. O, por lo menos, que el que un esfuerzo nos parezca estúpido no es incompatible con que valga la pena en términos objetivos. Por otro lado, coincido en la conveniencia de todo ejercicio reflexivo y autocrítico; con motivo del confinamiento o sin él. No obstante, es importante que la reflexión y la autocrítica sean conducidas individualmente, y no al compás de una supuesta toma de conciencia que tendría por sujeto la Sociedad o la Humanidad, en un animismo que el mismo Žižek parecía criticar. De otro modo, corremos el riesgo de que lo que podría ser una provechosa experiencia intelectual se convierta en el eco de un pensamiento único.

Libertad o barbarie: tan simple como eso

Ha distinguido en alguna ocasión Fernando Sánchez Dragó entre el adversario, que ataca de frente, y el enemigo, que ataca por la espalda. Personalmente, siempre he considerado a Žižek un adversario, y, de hecho, uno con el que podría acordar treguas no poco fructíferas. Diría incluso que, en diversos frentes, el filósofo esloveno y los liberales podemos considerarnos aliados, combatiendo las mismas amenazas (por ejemplo, los tribalismos identitarios) aunque por distintos motivos (que en Žižek se aproximan más a la salvaguarda de un marxismo presentable). Inquieto, erudito y asombrosamente original, su combinación de psicoanálisis lacaniano y dialéctica hegeliana, no exenta de incursiones en la teología y el existencialismo, sólo puede serle atractiva al lector iniciado en filosofía; seguirla, ahora bien, no está al alcance de cualquiera. A contracorriente de una costumbre demasiado extendida a día de hoy, Žižek nunca es deshonesto. Más bien al contrario: no sólo no se afana en ocultar las inconsistencias e irregularidades de sus planteamientos (al fin y al cabo, son parte del personaje), sino que tampoco se resiste a reconocer los aciertos de un oponente. Por todo ello, Žižek no sólo merece una refutación, sino también un elogio.

Desafortunadamente, muchos de quienes buscan munición ideológica en la obra de Žižek más accesible a la mediocridad intelectiva del común participan de todos los defectos de éste, merecedores de refutación, sin hacerlo de sus virtudes, acreedoras —insisto— de elogio. Su renuncia a la racionalidad y su indiferencia por la realidad nos confirman que la disyuntiva no es, como proclama Žižek, «comunismo o barbarie» (as simple as that), sino capitalismo o barbarie. O, mejor, libertad o barbarie. Tan simple —y tan complejo— como eso.

El mismo Žižek viene a corroborarlo en un pasaje final que bien puede leerse como una autoinmolación argumentativa. Žižek nos describe un eventual escenario apocalíptico que recuerda al de la novela Metro 2033, de Dmitri Glujovski. En él, los Estados se descompondrán y «señores de la guerra locales controlarán sus territorios en una lucha general por la supervivencia al estilo Mad Max […]. Es posible que grupos extremistas adopten la estrategia nazi de “dejar morir a los viejos y a los débiles para fortalecer y rejuvenecer nuestra nación”». A continuación caracteriza un mensaje de Donald Trump («NO PODEMOS DEJAR QUE EL REMEDIO SEA PEOR QUE LA ENFERMEDAD»; mayúsculas en el original) como «una versión capitalista más refinada de semejante recaída en la barbarie». Žižek confiesa que «la única ocasión en tiempos recientes en que un proceder similar se ha puesto en práctica, hasta donde sé, ha sido en los últimos años del gobierno de Ceausescu en Rumanía, cuando los hospitales simplemente dejaron de aceptar jubilados, fuera cual fuera su estado, porque ya no se los consideraba útiles para la sociedad». Finalmente, y como si de un elemental silogismo se tratara, nuestro autor concluye que «la elección es entre un número sustancial, si bien incalculable, de vidas humanas y el “estilo de vida” americano (i.e., capitalista)».

Cualquier lector mínimamente despierto se percata inmediatamente de que medidas eugenésicas como las temidas por Žižek son únicamente concebibles en regímenes socialistas (como el nacionalsocialista o el comunista rumano). En una sociedad libre, los delirios supremacistas y los cálculos utilitarios de un comité ideológico nunca podrían aspirar a ser más que opiniones despreciables amparadas por la libertad de expresión. A lo sumo podrían constituirse, como observa Žižek, comunidades extremistas organizadas en base a criterios eugenésicos; pero nadie se vería obligado a pertenecer a ellas, y, personalmente, creo que no tendrían mucho éxito. La elección, así las cosas, lo es entre la barbarie de un sistema totalitario basado en el sacrificio del individuo a unos supuestos intereses generales —que, según su interpretación, pueden ir desde la abolición del mercado hasta la eliminación física de un sector de la sociedad— o la civilización de la libertad, del respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo (Javier Milei) y del intercambio de valor por valor (Ayn Rand).

La civilización, en su concepción liberal, no se anuncia como el paraíso en la tierra. Se contenta con no ser el infierno terrenal en que se han materializado todas sus alternativas. Cabe insistir en que la libertad integral del ser humano, y concretamente su dimensión económica, no son un elixir capaz de remediar automáticamente todos sus problemas. La automaticidad es la exacta oposición de la libertad. Ésta, no obstante, es el presupuesto indispensable para que el ser humano resuelva sus problemas de una manera acorde a su propia naturaleza. No ella, sino su ausencia, es la barbarie. A poco que Žižek revisara sus conceptos, debería darse cuenta también él. 

BIBLIOGRAFÍA

– Keller, W. Ost minus West = Null. Droemer Knaur, München, 1960. Ed. americana: East Minus West = Zero. Russia’s Debt to the Western World 862-1962. Trans. by Fitzgibbon, C., G. P. Putnam’s Sons, New York, First American Edition: 1962. 

– Nozick, R. Anarchy, State, and Utopia. Basic Books, New York, 1974.

– Spencer, H. The Classification of the Sciences: To which are Added Reasons for Dissenting from the Philosophy of M. Comte. Williams and Norgate, London, 1864. 

– Žižek, S. PANDEMIC! COVID-19 Shakes the World. OR Books, New York, 2020. Ed. española: Pandemia. La covid-19 estremece al mundo. Anagrama, Barcelona, 2020.

Imagen de Miroslava Chrienova en Pixabay

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