Para quien es incapaz de diálogo, el debate es algo ignoto, y hasta peligroso, por lo que prefieren recurrir a lo que Isaac Asimov llamó el último recurso del incompetente: la violencia. Gritan, tiran pierdas, echan espumarajos por la boca. Son la caricatura de la pataleta de un adulto.
Valentín Navarro Caro
Pocas cosas hay más histriónicas que la pataleta de un niño. Quizá solo le sean comparable la paranoia del maníaco y la posesión demoníaca. Es, además, un acto absolutamente nihilista: solo busca la destrucción, el desgarro, el caos. Detrás de ella no hay ninguna pulsión, emoción o motivación positiva. Solo hay ira, rencor, egoísmo, rabia. El niño (o la niña, usemos el lenguaje inclusivo) grita, desgarra, patalea, rompe, vengándose, de esa manera, del adulto opresor que ha osado decir la palabra tabú por antonomasia: no.
La pataleta solo tiene un objetivo: romperlo todo. Destruir ese mundo ordenado que ha construido el adulto, alterar su unidad de sentido. Si no voy a obtener lo que quiero – piensa el niño – que todo arda. Si no voy a ganar el partido, cojo la pelota (es mía), me la llevo y ya nadie jugará. En términos políticos: si no voy a ganar las elecciones por mayoría, que se destruya el sistema democrático.
La pataleta es una reacción del sistema emotivo primario. Es propia de quien aún no es capaz de regular sus emociones, de quien no ha alcanzado la madurez afectiva suficiente como para racionalizar y verbalizar lo que quiere. En el niño, es el primer recurso de quien es incapaz de diálogo; en el adulto, es la manifestación evidente de graves carencias psicológicas.
Últimamente en España se ha venido produciendo un fenómeno que, por ser cada vez más frecuente, es tanto más siniestro y aterrador: las fuerzas embozadas de la izquierda radical han adoptado la costumbre de boicotear los mítines de las fuerzas políticas contrarias. Para quien es incapaz de diálogo, el debate es algo ignoto, y hasta peligroso, por lo que prefieren recurrir a lo que Isaac Asimov llamó el último recurso del incompetente: la violencia. Gritan, tiran pierdas, echan espumarajos por la boca. Son la caricatura de la pataleta de un adulto.
Aunque estos actos – también desde los medios de comunicación, lo que es aún más espeluznante – se vistan con una retórica grandilocuente (¡son las fuerzas vivas del pueblo que están frenando a la ultraderecha!), detrás de ellos hay lo mismo que tras la pataleta del infante: absolutamente nada, salvo rabia, odio e ira. No quieren construir una realidad mejor, no quieren frenar a nadie. No, esos encapuchados no tienen una madurez psicológica tan desarrollada que les permita dotar a su acto del más mínimo carácter teleológico. Lo único que quieren es romperlo todo.
Culpan al sistema – a cualquier sistema, pues, en realidad, no saben de lo que van ni el comunismo, ni el capitalismo, ni el feudalismo – de su propia incompetencia. Se les prometió todo y, a la hora de la verdad, no se les ha dado nada. Crecieron con la idea – religiosamente transmitida por padres, maestros, gobernantes – de que solo tenían derechos. Pensaron que, para tener éxito, bastaba con conjugar el verbo ser o estar.
Pero la vida es compleja y el sistema competitivo. Es necesario trabajar, esforzarse, echarse responsabilidad a la espalda y hacerse cargo de la realidad y de uno mismo. No siempre se triunfa, las más de las veces se fracasa. Es necesario proyectar y, sobre todo, sacrificar un hoy cómodo por la promesa (¡solo la promesa!) de un éxito futuro: ¡estudia hoy, trabaja hoy, lucha hoy y quizás próximamente puedas alcanzar el puesto de trabajo logrado, o comprar la casa que quieres, o hacer el viaje que proyectas! La vida es demasiado dura para las expectativas de quien pensó que bastaba con existir para tenerlo todo.
Ante esa disonancia cognitiva, el adulto replantea su existencia, el niño patalea. Y no se engañen, todas estas manifestaciones estridentes de las “juventudes del pueblo” no son más que eso: el pataleo. El pataleo nihilista de quien quiere destruir el sistema que no fue capaz de cumplir todas sus promesas. El pataleo del niño que comienza a tirar juguetes en la tienda porque su madre no quiere comprarle la consola. El pataleo del falsamente oprimido ante un opresor de cartón piedra.
Un pataleo que, además, está teledirigido por quien – desde estructuras oficiales y privadas – pinta chivos expiatorios sobre los que descargar la propia cuota de culpa y responsabilidad; enemigos para que esos niños mentales puedan gritar a alguien concreto.
Parece una lucha noble – parar a la ultraderecha, enfrentarse al fascismo -, marcada por un alto ideal moral, pero la realidad es más prosaica (más pedestre): es solo una pataleta.
Valentín Navarro Caro es Licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla en el año 2012. Graduado en Derecho por la misma Universidad en 2017 [Premio Extraordinario Fin de Estudios]. Máster de Acceso a la Abogacía. Perteneciente al programa de Doctorado en Ciencias Jurídicas de la Universidad de Bolonia (Italia).
Imagen destacada: Corporación de Radio y Televisión Española – RTVE