EL MITO DEL PROGRESO O POR QUÉ ES ESTÚPIDO PONER TUS ESPERANZAS EN EL FUTURO

Por Valentín Navarro Caro

A Sócrates, a Platón o a Aristóteles le habría parecido extraño – y hasta ridículo – que los atenienses se felicitaran unos a otros el “año nuevo”. El propio concepto de año nuevo les habría hecho levantar una ceja y arrugar la nariz.

Para un griego clásico, el tiempo no es lineal, sino circular. El todo es un inmenso ciclo que se repite de forma incesante y eterna. Nada ha sido creado y nada será destruido. El cambio es solo una mera apariencia, una máscara con la que lo permanente se disfraza para engañar a los torpes. No hay nada nuevo ni viejo. Solo hay un eterno retorno, un ciclo infinito. A Nietzsche – que era filólogo y buen conocedor del mundo clásico – le gustó tanto esta idea que se la apropió sin ningún respeto por la propiedad intelectual. El año que viene, por consiguiente, diría un griego, no es nuevo, sino tan viejo como todo lo que es. Poner las esperanzas en él y en lo que traiga es tan estúpido como perseguir ruidos en el bosque esperando ver un unicornio.

Nosotros, sin embargo, vivimos en otro horizonte, como diría Zubiri. El nuestro no es el horizonte clásico o del cambio, sino el horizonte de la nihilidad o de la contingencia. Para nosotros, seamos consciente de ello o no, la realidad no es eterna, no puede ser eterna, porque ha sido creada. Todos nosotros – nos guste más o menos – compartimos la idea de la creación y, con ella, la de la contingencia de la realidad: lo que es pudo no haber sido, lo que es empezó a ser en un momento determinado y, por consiguiente, dejará de ser más pronto o más tarde.

El primero que formuló esto de forma expresa fue San Agustín, que, en la Ciudad de Dios, ya dice que el tiempo no es un círculo, sino una línea. Tuvo un principio (la creación) y tendrá un final. La idea de que el tiempo es una línea que va hacia alguna parte abre otro problema enorme, también enunciado y resuelto – a su manera – por el filósofo de Hipona: ¿Hacia dónde va el tiempo? San Agustín lo tenía claro: hacia Dios. Por consiguiente, el tiempo no es solo una línea, sino que es, además, una línea ascendente, es decir, progresa. Y progresa porque, si vamos hacia Dios, cada edad del mundo debe ser mejor que la anterior, de modo que la última esté preparada y sea adecuada para el encuentro con el Alfa y el Omega.

Desde esta perspectiva, tiene sentido hablar de año nuevo, de tiempo nuevo, y poner en él las esperanzas de un porvenir que sea – en términos morales, humanos, espirituales – mejor, porque, en cierto modo, ese año nuevo nos lleva a dar un paso más hacia nuestro final definitivo.

Esta idea – teísta y cristiana – ha sido de las que más éxito ha tenido a lo largo de la Historia. La han comprado los autores más dispares y más insospechados: Kant y todo los Ilustrados (ellos eran la luz, la nueva época que se oponía a la antigua oscuridad), Hegel (con la dialéctica del espíritu, que va hacia delante y no se mueve en círculos) o Marx (y toda su pléyade de seguidores). Incluso esos políticos que se hacen llamar “progresista” basan todo su ideario en esta idea – agustiniana – de que lo nuevo no solo existe (desde el punto de vista ontológico), sino que será mejor simplemente por ser nuevo. Nótese que se dice mejor y no diferente porque, comprando en bloque – de forma inconsciente – la idea agustiniana, piensan que cada etapa les acerca más a algún futuro perfecto y feliz. Solo que san Agustín lo llamaba el encuentro con Dios y los sedicentes progresistas lo llaman la sociedad sin clases o algo por el estilo. Al final, la cosa es destruir lo viejo y abrazar lo nuevo.

Pero esta idea de progreso, en el fondo, nótelo el lector, no es más que un mito. Realmente, no hay base metafísica para defender la validez ontológica de la superioridad moral de lo nuevo. Es más, lo nuevo puede ser infinitamente peor que lo viejo. Desligada de su origen y su base cristiana, además, la idea de progreso no es solo una idea carente de fundamento (sin su sustrato metafísico y teísta, se mantiene solo en base a un hueco voluntarismo), sino que es, a todas luces, ridícula. Y agarrarse a ella infantil y estúpido. Solo apto para mentes débiles.

Así que, si es usted un progresista ateo, ponga su mano en el pecho, inspeccione su corazón, y tome conciencia de que incluso desde el punto de vista físico (mal que le pese a los terraplanistas), el planeta da vueltas, no va en línea recta. Gira sobre un eje y no se dirige, realmente, a ningún lado. Lo nuevo – desligado de su raíz teológica última – no es más que un subterfugio, una palabra que usa el poder para engañarnos y que sigamos aplaudiendo.

Quizá Sócrates, Platón y Aristóteles tenían razón. O quizá la tenía Heráclito cuando decía que todo cambia, pero que el logos no se altera. En cualquier caso, felicite usted o no el año nuevo, no espere un progreso meramente en base a la novedad. Lo nuevo es, de suyo, como los unicornios o los duendes, una ficción amable, pero inútil.

Valentín Navarro Caro es Doctor en Derecho por la Università di Bologna. Master Universitario en Abogacía por la Universidad de Sevilla [Premio Extraordinario Fin de Estudios]. Graduado en Derecho por la misma Universidad en 2017 [Premio Extraordinario Fin de Estudios]. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla en el año 2012.
Es profesor de Teoría y Filosofía del Derecho en la Universidad Internacional Isabel I de Castilla. Ha impartido – como visiting professor – cursos sobre Filosofía del Derecho, Ética y Política en otras Universidades. Asimismo, ha pronunciado conferencias y ponencias sobre estos temas en Congresos Nacionales e Internacionales.

Imagen destacada: Pixabay

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